Existen dos clases de compasión. Una cobarde y sentimental que, en verdad, no es más que la impaciencia del corazón por librarse lo antes posible de la emoción molesta que causa la desgracia ajena, aquella compasión que no es una compasión verdadera, sino una forma instintiva de ahuyentar la pena extraña del alma propia. La otra, la única que importa, es la que quiere y está dispuesta a compartir el sufrimiento hasta el límite de sus fuerzas y más allá de ese límite. (Stefan Zweig)
Murieron y se quemaron porque eran y son pobres, y como tales no han disfrutado de una vida material y culturalmente digna, porque estas víctimas no se seleccionan por su identidad personal, sino por la pertenencia a un colectivo marginado por perjuicios formados a través de murmuraciones y habladurías.
Si queremos construir una sociedad pluralista, en que las gentes puedan compartir unos mínimos de justicia y optar por distintas propuestas de vida buena, de vida en plenitud, hemos de erradicar la pobreza, reducir las desigualdades y cultivar el sentimiento de igual dignidad.