J U A N M A I N E R B A Q U É
H i s t o r i a d o r y m i e m b r o d e F e d i c a r i a
En este artículo abordamos desde una perspectiva histórica crítico-genealógica y de manera ensayística, el hecho de que los sistemas escolares del capitalismo, lejos de propiciar o fomentar la igualdad social, son un dispositivo eficaz para lograr la legitimación y consagración de la estructura de clases, el colonialismo y la segregación de género; todos ellos elementos consustanciales al desarrollo de esta formación socioeconómica. Entender la institución escolar como un espacio de debate y de lucha pasa por someter a crítica y sospecha las numerosas creencias y embelecos sobre las que se ha venido construyendo el pensamiento de la izquierda, en su conjunto, en materia de educación, cultura y enseñanza.
«Lo esencial de la regla oligárquica no es la herencia de padre a hijo, sino la persistencia de una cierta manera de ver el mundo y de un cierto modo de vida impuesto por los muertos a los vivos (…) No importa quién ostenta el poder con tal de que la estructura jerárquica sea siempre la misma»
George Orwell (1949). 1984.
«Ante este nuevo orden de cosas no hay pues jerarquía; es decir, hay jerarquía fundada en la superioridad accidental de las personas, jerarquía, por otra parte, no de prepotencia, sino de mayor responsabilidad y servicio (…) El gobierno de esta sociedad no está, como suele decirse, en mano del dinero, ni de la fuerza, sino del talento.»
Francisco Giner de los Ríos (1879). Instrucción y educación.
Legitimar las desigualdades
Ya en la escuela infantil, el potencial de la infancia está determinado por la clase social de sus progenitores. Así se afirma con rotundidad en Enfances de classe, una muy reciente obra colectiva dirigida por el sociólogo francés Bernard Lahire, que retrata la vida de dieciocho pequeños escolares y sus familias, de muy diferente clase social, a través de otras tantas estremecedoras encuestas etnográficas, realizadas a las y los propios protagonistas y a sus progenitores, educadores y adultos de referencia. En sus páginas quedan desveladas sus formas de vida material, su entorno social, su lenguaje oral y escrito, los usos del tiempo, su estado de salud, su grado de autoestima, su sentido de la autoridad, etc. A partir de estos relatos de vida, el libro evidencia cómo se construye la desigualdad en la Francia del siglo XXI y, sobre todo, cómo la institución escolar, de titularidad estatal o no, es, mal que nos pese, una fábrica eficaz de reproducción y legitimación de la inequidad existente.
La relación entre éxito (o fracaso) escolar y nivel socioeconómico es un hecho, a estas alturas, incontrovertible. Ahora bien, el debate comienza cuando nos preguntamos hasta qué punto el sistema educativo (o si se quiere, la escuela) reproduce deliberadamente o no el sistema de clases (o no tanto…, o sí, pero podría dejar de hacerlo…). Dicho de otra forma, la controversia se desata (y no se agota) cuando uno enfrenta una pregunta del tipo, ¿puede contribuir la enseñanza reglada a corregir las diferencias sociales?
Al proceso de conocimiento crítico le interesan no tanto las respuestas como el sentido y la definición de los problemas. Un problema verdadero es mucho más difícil de buscar y construir que una respuesta, para la cual, además, constituye requisito indispensable haber formulado una pregunta realmente pertinente. Por decirlo claro y de una vez: preguntarse si los sistemas escolares del capitalismo pueden corregir las diferencias sociales constituye, en el mejor de los casos, una pregunta retórica cuando no, una considerable necedad.
Cuando de educación y de escuela se trata, particularmente en medios «progresistas», hay un mecanismo reactivo que, cual tic, se nos dispara sin que lo podamos controlar: «igualdad de oportunidades» ante la enseñanza.Siempre me ha llamado la atención que, transcurridos casi dos siglos y medio de la Revolución Francesa, sigamos defendiendo con denuedo y terquedad los mismos principios explícitos en la concepción jacobina (pequeñoburguesa) de la institución escolar: igualdad de acceso, a cada cual según sus capacidades y como horizonte deseable esa guinda empalagosa e intragable de la escuela liberadora y del jardín epicúreo. Conviene decir, no obstante, que a diferencia de nuestra izquierda, que arrastra en estos asuntos un notable ofuscamiento desde los tiempos de la Primera Guerra Mundial3, la pequeña burguesía jacobina sabía muy bien lo que quería y por qué. Luchaba en favor de una secularización de la lógica de la desigualdad social. Defendía el fin de las jerarquías basadas en privilegios de nacimiento y en la voluntad divina y defendía su sustitución por otra, «natural, justa y verdadera», la jerarquía del mérito escolar individual, del talento y del grado de instrucción. En definitiva, que todos —nótese el masculino— seamos iguales ante un sistema de enseñanza erigido en juez de la desigualdad entre los hombres; en un sistema cuya función es dar a cada uno su merecido, escolar y socialmente hablando. Así, la escuela se concibe como una suerte de campo de pruebas: una escuela abierta para un mercado y una sociedad «abiertas». Es precisamente a través de la generalización de la versión escolar de la lógica capitalista como nuestras sociedades clasistas y patriarcales se legitiman, se mantienen y se reproducen con mayor comodidad.
Consagrar el orden capitalista
Los ideales jacobinos consagraron, merced al sistema de enseñanza, dos principios básicos del orden capitalista y, diríamos ahora, de la lógica del homo oeconomicus: el de la competencia (la lucha de todos contra todos) y el de la desigualdad social. Justamente lo único que no persigue la escuela es una sociedad igualitaria. Todo lo contrario: en ella se lucha por una sociedad desigual, pero «justa»….—véase el texto de Giner que aparece al comienzo de este trabajo— Si nos fijamos bien, es eso precisamente lo que ocurre de la mano del correcto funcionamiento de la maquinaria escolar: nuestras actuales escuelas han desarrollado tal cantidad de agrupaciones, programas específicos y sistemas de optatividad inducida —valgan como ejemplo los programas bilingües, los de altas (y bajas) capacidades, los refuerzos, los itinerarios curriculares…— que nunca ha sido más verdad aquello de «a tal clase, etnia y género…, tal educación». Nada, absolutamente nada de lo que les ocurre a los alumnos y alumnas dentro de las aulas —el plan de estudios, las relaciones de poder, el valor y el tipo de trabajo, el comportamiento, las calificaciones escolares…— es independiente de la clase social de origen a la que pertenecen.
Pero hay más. La cultura que se dispensa en la escuela, convenientemente asignaturizada (o no) es una cultura de y para las clases medias cultivadas —precisamente las «clases de la cultura» de las que hablaba Hegel—, al servicio de los intereses de su particular ascensor social. En el fondo, la cultura culta de la escuela constituye una particular lectura que las clases medias hacen de la cultura aristocrática: la vida concebida como una suerte de ascesis que concibe el presente en términos de esfuerzo y el futuro como recompensa y salvación. En cierto modo, podríamos decir que el proceso de escolarización es una especie de secularización del ideal ascético que las clases medias han construido para defender su posición, distinguirse y proyectarse en el sueño de una sociedad meritocrática. La escuela ha sido y es para las clases medias el dispositivo que las defiende del siempre acechante riesgo de proletarización —«si estudias, llegarás lejos», «quien se esfuerza obtiene recompensa »—, por eso se ha convertido en su más firme bastión. Y también por eso, más allá de las milongas que esparcen creyentes y practicantes de la vulgata psi, tenaces en el empeño de hacer pasar problemas sociales de calado por simples problemas individuales —inteligencias múltiples, dicen…—, la presencia de alumnado procedente de otras clases sociales no sólo ha venido siendo una eficaz estrategia para obtener su desclasamiento, sino un dispositivo de reforzamiento de su condición de «pobres e incultos» al que, además, el sistema escolar otorga con prodigalidad el calificativo de «tontos». Son carne de eso que se ha dado en llamar «fracaso» y más recientemente, de la mano del pensamiento neoliberal, «abandono» escolar —la diferencia es importante y extraordinariamente perversa, porque la responsabilidad ahora recae en exclusiva en el sujeto que «elige» y «decide» abandonar, o sea, morder la mano que le daba de comer—. Bajo la ficción de la neutralidad del aparato escolar estas criaturas son descalificadas socialmente porque no tienen vocación, aptitudes o porque se han esforzado poco…, nunca por ser pobres o hijas del precariado o de la emigración «ilegal», por supuesto.
España lidera la tasa de «abandono escolar temprano» en la Unión Europa con un 17,9%, seis puntos por encima de la media europea. Este indicador expresa la proporción de jóvenes de 18 a 24 años que, como mucho, terminó la ESO y no está estudiando—en España, también en esto tenemos el récord europeo, siete de cada cien personas situadas en ese tramo de edad no han completado sus estudios obligatorios—. Sólo Malta (17,5%) y Rumanía (16,4%) presentan niveles parecidos. Dentro de España existen diferencias significativas: el abandono es mucho más alto entre los hombres (21,7%) que entre las mujeres (14%), y en Ceuta y Melilla (26,5%), Baleares (24,4%), Murcia (24,1%), Andalucía (21,9%), que en el País Vasco (6,9%), Cantabria (9,8%), o Navarra (11,4%).4 Las causas de un diferencial tan acusado poco tienen que ver con cuestiones de inversión o de políticas educativas como se dice con frecuencia; más bien hay que buscarlas en la estructura social y económica de las poblaciones escolares, en la mayor o menor presencia de inmigración y, como dato testigo adicional, en la extensión de la red de centros de titularidad y gestión privada (vulgo, concertados).
Al hilo de esto, conviene desmontar esa creencia generalizada, cacareada por todos los organismos internacionales (OCDE, FMI, BM) y con frecuencia reproducida por la izquierda, que consiste en establecer una relación causa efecto, directa, entre progreso, nivel de desarrollo, crecimiento económico y desarrollo del sistema escolar. No ha sido ni es en la escuela donde se cualifica técnicamente la mano de obra, sino en el tajo —y ahora, en las sociedades del capitalismo global tecnológicamente avanzado, menos que nunca—.
En los más de doscientos cincuenta años de historia del sistema de enseñanza no ha podido erigirse a plena satisfacción de las demandas del capital eso que, engañosamente, se ha dado en llamar enseñanza o formación profesional. Lógicamente. Y es que la escuela ha hecho y hace otras cosas muchísimo más importantes que enseñar, instruir y cualificar. Impone reglas, señala fronteras, inculca hábitos (disciplinas), pero sobre todo jerarquiza, selecciona, excluye, distingue, legitima… Sus enseñanzas no son la vertiente que la relaciona con el sistema productivo capitalista. La fábrica y la escuela, como magistralmente analizó M. Foucault en Vigilar y castigar, no se relacionan en términos de productividad y rentabilidad, sino en términos de poder. Es el sistema escolar el que ha hecho posible la división jerárquica del trabajo —precisamente desde la graduación escolar—; la escuela obligatoria y de masas es el medio mediante el que el sistema escolar contribuye a legitimar nada más y nada menos que la división jerárquica de papeles y roles (de clase, género y etnia) en el proceso productivo y en la estructura social. La función del sistema escolar es, en suma, esencialmente política y no económica.
Operación trucaje
La escuela opera como una tabla de multiplicar que multiplica la división. Carlos Lerena hablaba de que el cometido del sistema de enseñanza podría resumirse en una habilidosa e inteligente «operación de trucaje» consistente en desconocer (de derecho) las desigualdades económicas y sociales y legitimarlas (de hecho) por la vía de convertirlas en desigualdades escolares.
En el fondo se trata de utilizar el aparato escolar como única vía de solución individual al problema de la existencia de la desigualdad, potenciándolo como un aparente instrumento de movilidad social controlada…, cuando en realidad su modus operandi no hace sino reforzar la legitimidad de la estructura de clases. Una trampa saducea, que traduce a la perfección la expectativa nítidamente burguesa del «enriqueceos» y del «sálvese quien pueda» y a la que la izquierda española y europea se ha sumado sin matices. ¿Quién se atreve negar, siquiera a sospechar, que una ventaja académica se traduzca después en una ventaja económica? Paradójicamente, la lógica de la escuela del capitalismo, en su manera de operar, invierte la secuencia que dice defender: la igualdad ante la enseñanza, es el punto de partida, pero para, después, seguir siendo desiguales. Sólo que ahora, pasadas por la criba escolar, las desigualdades se tornan ya legítimas e incuestionables.
En contra de lo que suele pensarse, la escuela no está en crisis. Lo que está prácticamente desaparecida es la ilusión de la escuela para todas y todos (comprehensive school) del capitalismo embridado (vulgo, «estado de bienestar»), sobre todo en España, donde realmente nunca llegó a materializarse a plenitud. Por el contrario, el sistema escolar sigue cumpliendo eficazmente el papel para el que fue creado y después, reconfigurado y recrecido — por lo que hace a España, a partir de la Ley General de Educación de 1970–. Haríamos bien entonces en tomar conciencia de que en la escuela del capitalismo no está la solución a los problemas sociales de la desigualdad; pero no porque funcione mal —eso significaría otorgarle el beneficio de la duda, considerar que podría funcionar de otra manera o, incluso, que «otra» escuela pudiera ser posible–. La escuela no sólo no es la solución sino que es parte del problema: su óptimo funcionamiento es inseparable de una sociedad radicalmente patriarcal, competitiva y desigual.
Conviene no olvidar que la escuela que conocemos es una creación histórica que en el mundo occidental construye sus primeros andamiajes de la mano de la Modernidad capitalista allá por los siglos XVI y XVII. Esta escuela, aunque fue teorizada mucho antes, fue remozada ideológicamente en pleno siglo de las luces por Kant y Rousseau —el encantador de serpientes, el maestro de la violencia simbólica que ha inspirado y aún inspira los mantras de toda la faramalla idealista del movimiento pedagógico reformista; por cierto, es muy recomendable no sólo leer Émil, ou de l’éducation (1762; y leerlo «bien»), sino sumergirse también en Émile et Sophie ou les solitaires (1781)— y de este modo no tardó en convertirse en un dispositivo ad hoc para el desarrollo de los Estados capitalistas5 y por supuesto para conseguir la legitimación y consagración de la estructura de clases, del colonialismo y de la segregación por género que son consustanciales al desarrollo de dicha formación socioeconómica.
La escuela que no sea la traducción de la lógica de la competencia, de la diferenciación, de la desigualdad, de la jerarquía, de la división y de la exclusión, es decir, la nuestra, está por pensar y por hacer. La otra, que conocemos, es la suya…, así que haremos muy bien en dejar que la defiendan ellos solos. Mientras tanto, nos queda un duro pero apasionante trabajo por delante que, en mi opinión, pasa también por pensar históricamente la escuela problematizando su presente a la luz del pasado, tal como he intentado hacer fugazmente en estas páginas, y someter a crítica y a sospecha las numerosas creencias y falsedades sobre las que se ha venido construyendo el pensamiento de la izquierda, en su conjunto, en materia de educación, cultura y enseñanza. Por lo demás, conviene enfatizar, aquí y ahora, —en contra de quienes defienden la construcción de jardines edénicos y libertarios, refugios-oasis que hacen las delicias de la cultura progre y alimentan su narcisismo— que la escuela estatal que tenemos, ideológicamente cada vez menos pública, es y debe seguir siendo el espacio donde batirnos el cobre, un lugar para la lucha y la confrontación, un espacio de conflicto y un lugar donde trabajar. El único posible, pese a todo.
Bernard Lahire, en el libro que glosábamos al principio, escribe, «à chaque recul de l’Etat dans tous les domaines concernant la famille (emploi, logement, scolarité, santé, aides sociales, transports etc.) ce sont des inégalités qui se creusent entre les classes sociales et des horizons qui se ferment».6 Pues eso. No olvidemos que «sin escuela» o fuera de la escuela, la vida es, todavía, muchísimo peor.
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