La semana pasada los casi 1.500 obreros de una fábrica de automóviles de la empresa alemana Volkswagen ubicada en Chattanooga, Tennessee en el sur de EE.UU. votaron en contra de la afiliación a la UAW (Sindicato de Obreros de la Industria Automotriz). El desenlace de la votación, 53% en contra y 47% a favor, destaca la compleja coyuntura que enfrenta el sindicalismo, sobre todo en los países capitalistas avanzados, cuando la afiliación sindical se encuentra a niveles históricamente bajos (según la Junta Nacional de Relaciones Laborales sólo 12% de los trabajadores estadounidenses pertenecen a sindicatos) y la clase obrera está bajo ataques feroces en la forma de medidas de austeridad. Los acontecimientos en Chattanooga arrojan luz sobre el panorama turbio que se enfrentan los obreros, atrapados entre la demagogia del liderato sindical y la reacción abierta. También ponen de relieve la necesidad urgente de claridad ideológica de la que sólo pueden ser responsables los cuadros comunistas. Por lo tanto, esta experiencia es sumamente aleccionadora tanto para los obreros en el movimiento sindical como las organizaciones revolucionarias que luchan por el socialismo.
A pesar de sus orígenes radicales, hacia mediados de los años 30 -comienzos de la Segunda Guerra Mundial- debido en gran parte a la influencia comunista dentro del CIO (Congreso de Organizaciones Industriales), la UAW había dejado de ser una amenaza para los capitalistas norteamericanos. Como consecuencia de la traición al socialismo del Partido Comunista de EE.UU. durante la guerra, reflejada en su prédica de colaboración de clases, la UAW, como la inmensa mayoría de los sindicatos forjados en la gran depresión, llegó a empantanarse en el chovinismo burgués disfrazado de patriotismo. Desde mediados de los años 40 su mayor logro en lo que respecta a la lucha general de la clase obrera de EE.UU. puede resumirse en el reconocimiento de la necesidad de sindicatos racialmente integrados.
La intensificación de la competencia económica internacional entre capitalistas a principios de los años 70, que se manifestó en EE.UU. como una penetración cada vez mayor del mercado norteamericano por el capital europeo y japonés, fue un punto de viraje que pronto marcaría la reorganización total de la producción de automóviles en un esfuerzo para recuperar ganancias perdidas por los “tres grandes”. Sin embargo, la capacidad de la UAW de garantizarle a su membresía salarios relativamente altos y beneficios duraderos a cambio de la paz laboral se erosionó rápidamente bajo condiciones de una intensificada competencia internacional mientras que la dirección sindical se integraba cada vez más en el nexo gerencial del capital norteamericano. La mínima resistencia con que la dirección de la UWA enfrentaba la ola de cierres de fábrica, despidos en masa, etc. ha resultado en una precipitada reducción tanto de afiliados como de confianza en el sindicato como tal durante las últimas décadas. El papel abiertamente reaccionario de la dirección de la UAW durante las negociaciones del 2007 sentó las bases para una reducción salarial sin precedentes, a $15 la hora, y el actual sistema salarial de dos niveles, precisamente en momentos en que el estado burgués le entregaba miles de millones de dólares a las ahora muy rentables “tres grandes” de la industria automovilística en EE.UU.
La votación en Chattanooga fue la culminación de tres años de esfuerzos de la UAW para desarrollar una presencia en los nuevos centros de producción, principalmente en los estados del sur de EE.UU. con salarios promedios relativamente bajos, dentro de fábricas de capital europeo y asiático. Para la dirección de la UAW, la estrategia “sureña” es esencial para revertir la disminución aguda de membresía y mantener su papel dentro de las estructuras gerenciales de capital. Con los acontecimientos en Chattanooga se perfilan dos estrategias que emplean los capitalistas para manejar la cuestión de la sindicalización.
Por un lado, los ejecutivos de Volkswagen respaldaron abiertamente los esfuerzos de la UAW en Chattanooga. La principal motivación detrás de este apoyo es un requisito legal en EE.UU. que los obreros que participan en cualquier órgano conjunto con la gerencia estén representados por un sindicato «independiente». Es decir, para poner en práctica su modelo preferido de control sobre el trabajo dentro de la fábrica, la gerencia de Volkswagen requiere la cooperación (léase complicidad) de un sindicato en el que pueda confiar. Y la UAW tiene una larga historia de “cooperar” con los capitalistas.
En los meses antes del voto la semana pasada la gerencia de Volkswagen y la UAW habían acordado, entre una serie de otras concesiones de la dirección sindical, establecer un comité de empresa al estilo alemán en la planta. Estos comités, cuyos orígenes siniestros datan de mediados del siglo XIX y que no deben confundirse con los Arbeiter und Soldaten Räte(Consejos de Obreros y Soldados) que surgieron al calor de la revolución alemana de 1918, dan forma organizativa al rechazo de la lucha de clases y la falsa promesa de la colaboración de clases. Los comités de empresa son el modelo preferido de muchas compañías alemanas como Volkswagen que se jacta de tenerlos en cada una de sus 106 plantas mundiales salvo las de la China y EE.UU. En el análisis final, los tecnicismos legales en torno a si unos obreros no sindicalizados pueden participar en un comité de empresa es de importancia secundaria. La forzosa reducción salarial en la industria del automóvil estadounidense, gracias en gran parte a la colaboración de la UAW, y la actual rentabilidad del mercado chino le permiten a Volkswagen pagar un salario por hora más alto que sus competidores norteamericanos y japoneses en EE.UU. -un promedio de $19 la hora comparados con los $15 en las fábricas sindicalizadas- y aparentar ser «iluminada» respecto a los obreros. Sin embargo, esta “iluminación” nunca puede ir más allá de los límites de la rentabilidad.
La prensa capitalista ha colmado de elogios a empresas como Volkswagen por la preservación de la “paz laboral” y las mejoras de eficiencia, supuestamente a causa de este modelo. Curiosamente, los mismos defensores del capital en la prensa omiten selectivamente la experiencia previa de Volkswagen en EE.UU. a finales de los a ñ os 70 cuando los obreros de su planta Westmoreland, en el oeste de Pensilvania, llevaron a cabo varias huelgas independientes de la misma UAW además de otras protestas por bajos salarios y discriminación racial. Las operaciones de Volkswagen en esta planta duraron menos de diez a ñ os antes de cesar en 1988.
Otro buen ejemplo de los límites de la “iluminación” capitalista puede verse en la planta de Volkswagen en Puebla, México, la más grande del continente en la que se fabrica entre otros modelos el Jetta, el Beetle y en que hay planes de iniciar la producción del nuevo Golf. Después de varias huelgas prolongadas a lo largo de las últimas tres décadas, los 12.000 obreros de esta planta, que funciona 24 horas diarias con tres turnos de 8 horas, ganan un promedio de $30 al día trabajando para una compañía cuyo valor se estima en $126 mil millones. Parecería que ni siquiera los comités de empresa pueden prevenir que la lucha de clases irrumpa en la planta de la fábrica. Es con esta fábrica en México que se ven obligados a competir los obreros de Chattanooga para la producción de un nuevo modelo de SUV destinado al mercado estadounidense. Podemos añadir a esto la estrategia de Volkswagen de expandir la producción y aumentar su participación en el mercado local en la China, donde se encuentra en una feroz competencia con General Motors y los salarios son aún más bajos que en México, que de seguro arrojará luz sobre más ejemplos de la supuesta “iluminación” capitalista.
Por otro lado, los capitalistas menos “iluminados” no tienen pelos en la lengua cuando del sindicalismo se trata aún así cuando éste cuente con una dirección completamente colaboradora como la de la UAW. Representados por el gobernador de Tennessee, Bill Haslam, y el senador republicano, Bob Corker, y financiados por el Center for Worker Freedom, los elementos más reaccionarios de la burguesía norteamericana desataron una campaña típica de oposición a la afiliación a la UAW. La amenaza de no conceder futuras exenciones contributivas y el alarmismo en torno a la eventualidad de un futuro cese de producción en el área fueron los argumentos familiares con los que intentaron infundir miedo a los obreros.
Mientras exista la explotación capitalista, los sindicatos desempeñarán un papel central en la autodefensa y la realización de las reformas necesarias por la clase obrera. A pesar de sus limitaciones inherentes, los revolucionarios apoyan enérgicamente los sindicatos además de otras organizaciones obreras siempre y cuando representen un campo de entrenamiento para desarrollar su capacidad de auto-organización y de acción independiente. Sin embargo, cuando estas organizaciones dejan de ser instrumentos de lucha y se convierten en instrumentos para mantener el sistema de explotación capitalista, tenemos la ineludible responsabilidad de desenmascarar su traición y luchar para crear nuevas herramientas de lucha. Sea o no la votación de la semana pasada un factor acelerador en su desaparición definitiva, está claro que la UAW ha dejado de ser un instrumento de lucha para la clase obrera.
Los obreros de Chattanooga, consciente o inconscientemente, les han planteado un reto sumamente importante a todas las formaciones políticas revolucionarios dentro de EE.UU. La cuestión crítica reside en si estas formaciones tienen o no la capacidad organizativa y claridad ideológica para asegurar que cualquier instrumento nuevo creado por los obreros para llenar el vacío dejado por los viejos sindicatos se convierta en un verdadero instrumento de lucha que promueva la conciencia de clase y atraiga a cada vez más obreros a la lucha por el socialismo. Incumplir con esta tarea sólo resultará en más reveses para la clase obrera estadounidense en momentos en que la burguesía norteamericana le impone una creciente presión sobre las masas.