Con la declaración del estado de alarma anunciada por Pedro Sánchez el 13 de marzo, el Gobierno parece querer recuperar el tiempo perdido. En estas semanas tan largas, ha sido inevitable tener la impresión de que el Ejecutivo iba un paso por detrás, a remolque de los acontecimientos, más preocupado por la alarma ciudadana que por la emergencia sanitaria, como si los ciudadanos no pudieran hacerse cargo de la situación y fuera necesario estar tranquilizándolos a todas horas. Ahora, la extensión del virus se ha disparado y va a ser necesario un esfuerzo ímprobo para revertir la tendencia, con fuertes costes humanos y económicos. Piénsese que hace tan sólo dos días las discotecas seguían abiertas.
Las apelaciones genéricas a la ciencia y los expertos, así como las respuestas elusivas del presidente a las preguntas de los periodistas, han transmitido cierta vacilación. Las autoridades no han sacado las consecuencias de lo que estaba sucediendo en otros lugares, sobre todo en Italia, nuestro primo hermano europeo. Se han repetido errores muy parecidos a los de aquel país, con el agravante de que ya teníamos el “contraejemplo” delante de nuestras narices.
Los expertos, tanto independientes como oficiales, coinciden en que el mayor peligro es que, al ritmo que va el incremento de afectados, los servicios sanitarios no consigan atender el alud de nuevos contagiados. Vista la desinformación sobre los medios materiales realmente disponibles (¿por qué España solo ha realizado 0,3 pruebas del virus por cada mil habitantes, frente al ratio italiano de 1 por cada mil?), y comprobada la sobrecarga de trabajo de los profesionales de la sanidad pública, es posible que ese overbooking haya llegado ya. Si no lo ha hecho, es seguro que llegará más pronto que tarde.
No tiene sentido refugiarse en lugares comunes, como que la sanidad pública es modélica, según insiste Sánchez. Recuerda tristemente a las palabras de Zapatero, en los inicios de la crisis económica, de que el sistema financiero español era uno de los más sólidos del mundo. Y tampoco se coordinan las actuaciones de los poderes públicos afirmando que no hay discrepancias entre el Gobierno y las Comunidades Autónomas, pues ya hemos visto que Madrid ha tomado decisiones por libre y con la intención de adelantarse a lo que decidiera Moncloa, en una carrera a codazos para ganarse el respeto de los ciudadanos.
De modo que el estado de alarma es un anuncio necesario y positivo. En primer lugar, porque permitirá al Gobierno reunir bajo su autoridad la dirección de la sanidad en España. Empezando por la privada, un lobby muy poderoso que ha intentado desentenderse del problema. No es una impresión. Cuando se le preguntó a Sánchez por el papel de la sanidad privatizada, se limitó a responder: “Tenemos una sanidad pública robusta”. Lo cierto es que, tras años de recortes y mareas, la pública tiene en este momento casi 4.000 camas menos que en 2011, mientras la población ha aumentado ligeramente. El caso de Madrid es más decepcionante: ahora dispone de 1.340 camas hospitalarias públicas menos que en 2011, un 6% menos, a pesar de que en estos años la población ha aumentado un 4%.
Mientras, la sanidad privada ha mantenido un número de camas semejante. En el caso de la Comunidad de Madrid, la privada dispone del 32% de todas las que hay en la región. No es presentable su escasa implicación en la epidemia. Cuando el equipo de Díaz Ayuso anunció el jueves 12 de marzo que había creado un mando único sanitario al que estaría sometida la privada, poniendo al frente del operativo a Antonio Burgueño, el ideólogo de las privatizaciones del PP, todo indicaba que intentaba anticiparse a la eventualidad de que el Gobierno decretase el estado de alarma.
De cuánto cobrará la sanidad privada por asumir nuevos casos nada dijo el Gobierno autonómico. Ahora, el estado de alarma permitirá una intervención efectiva, al servicio de la salud pública y del interés general, también de aquellas empresas de farmaindustria que no colaboren con el suministro de material sanitario o que intenten hacer su agosto con la emergencia. Todo esto aliviará sin duda la situación de desborde de los ejemplares profesionales de la pública.
La gran derivada de la crisis sanitaria es su impacto económico. Gran parte de los negocios y sectores están parados, y no se sabe por cuánto tiempo será así, por lo que cabe temer que tras la pandemia del coronavirus llegue, otra vez, la de los despidos. La desprotección y la precariedad que el Gobierno del PP dejó en herencia a los asalariados es altamente contagiosa. La tendencia ya ha resurgido con ERTEs masivos de personal en escuelas infantiles, comedores escolares, extraescolares y servicios auxiliares. No cabe esperar una reforma laboral que corrija esto a medio plazo. Pero urge derogar con urgencia las disposiciones que abaratan y facilitan los despidos.
Esperamos y confiamos también en que el Gobierno, los sindicatos y los movimientos sociales defenderán, más que nadie en este entorno global de xenofobia, bulos y miedo, los derechos de los más vulnerables –los mayores y dependientes que viven solos; los inmigrantes, las familias con desahucios pendientes, los refugiados, especialmente los menores; los hogares monomarentales, las personas sin techo–, para no dejar a nadie atrás.
De momento, asombra –por no decir que abochorna–, que la vicepresidenta económica, Nadia Calviño, se haya opuesto en Bruselas a las medidas de impulso fiscal defendidas por Francia e Italia. De nuevo, parece que vamos por detrás de los países con los que deberíamos aliarnos. La pandemia va a dejar graves desperfectos en el sistema económico, y los grandes perjudicados no pueden ser de nuevo, como ya pasó en la Gran Recesión, los más pobres. Cuanto antes se rompa la lógica de la austeridad, mejor. De lo contrario, España puede quedarse sin futuro.
Una nota final para la ciudadanía madrileña, que siempre ha sabido responder en los peores momentos. Estos días, una parte ha abandonado la capital, el lugar más golpeado por el Coronavirus, contribuyendo a extender la infección de forma irresponsable por provincias donde poseen una segunda residencia. Ojalá el pésimo ejemplo del matrimonio Aznar Botella (y, a otro nivel grotesco, el del pistolero Ortega Smith) no se convierta en un modelo para otros patriotas de pacotilla, que se rasgan la camisa con la unidad de España y desconocen el sentido de la palabra solidaridad.
Fuente: https://ctxt.es/es/20200302/Firmas/31346/Editorial-CTXT-estado-de-alarma-coronavirus-sanidad-publica-austeridad.htm