El estado de alarma ha instalado la excepción en la vida política española, y ha limitado el escrutinio del Parlamento. La prensa no puede ser cómplice de esa lasitud. Con esa situación excepcional, el Gobierno suspendió los plazos para responder a las preguntas sobre su propia gestión, como exige la ley de transparencia aprobada en 2013.
Esa opacidad ha servido para no responder a preguntas sencillas: como quiénes están detrás de los comités de expertos tras los que se escudaba el gobierno para adoptar sus decisiones. El Consejo de Transparencia, un órgano gubernamental, ha exigido al Gobierno que cumpla con la ley.
Una opacidad que no ha permitido investigar los contratos de compra de material sanitario. Por no hablar del inicial sistema de pregunta filtradas por la Secretaría de Estado de Comunicación. O la decisión de impedir el acceso de cámaras y micrófonos a hospitales, depósitos de cadáveres, cementerios…
El gobierno central, y muchos autonómicos, y ayuntamientos, hicieron lo imposible para que los estragos de la pandemia no se vieran. Y muchos ciudadanos celebraron como algo positivo que se les hurtaran esas imágenes desagradables, las que hablan de la muerte. Una muerte de la que muchos no quieren saber nada. No se trata de cultivar el morbo, o de no respetar la dignidad y la intimidad, sino todo lo contrario. Se trata de asumir que la muerte forma parte de la vida, y que la muerte en cantidades atroces es inaceptable y merece una explicación. Un relato. Y un luto. Que no se han hecho.
Muchos fotógrafos curtidos en los frentes de Libia, Siria, Afganistán, Congo o Yemen pidieron apoyo a RSF porque tenían más dificultades para hacer fotos en España que en zona de conflicto. Y muchos medios y no pocos periodistas optaron por eludir la calle, por asomarse a la realidad de cerca: por miedo al contagio, por cautela (razones legítimas, y comprensibles), pero también porque se prefirió no indagar en el dolor, no hacer las preguntas que era imprescindibles, y por no mostrar la extensión que la muerte había traído a nuestra casa. En Reporteros Sin Fronteras pensamos que si no se ha tomado verdaderamente conciencia de lo que el coronavirus supone es porque hasta hace nada apenas se han mostrado sus estragos.
Uno de los aspectos más inquietantes, y moralmente devastadores, de la pandemia, es precisamente el de los muertos. Ha habido informes muy crudos y necesarios de Médicos Sin Fronteras y de Amnistía Internacional acera de lo ocurrido en muchos hospitales y sobre todo en residencias de ancianos. Todavía hoy no tenemos cifras oficiales fidedignas sobre el número de muertos causados por la pandemia en España, con una abismal e incomprensible horquilla de datos entre los que proporciona el gobierno central, los autonómicos, los registros civiles y el Instituto Carlos III.
En eso el papel de algunos medios y sus investigaciones han sido relevantes y admirables, y hay que consignarlo. El ministro de Sanidad y su portavoz más caro llegaron a hablar de un “pequeño desvío”… ¡de 18.000 muertos! Nos desgañitamos hablando de cuántos familiares y allegados pueden sentarse a la mesa navideña, o de los horarios de tiendas y restaurantes, de la economía… Razones de peso, sin duda.
Pero cuando con toda probabilidad rozamos ya los 80.000 muertos y (salvo a los que les ha tocado la muerte de cerca) parece como si España hubiera sufrido una catástrofe natural, un “gigantesco accidente de tráfico”, que no nos conmueve más de la cuenta. Del mismo modo que negarse a ver el dolor y el sufrimiento impidiendo que los periodistas hicieran su trabajo han embotado la compasión porque ciegan el conocimiento, negar la muerte de tantos compatriotas ha embotado la conciencia moral del país. Empezando por sus dirigentes, tanto en el gobierno como en la oposición, que se han servido de los cadáveres para atizarse y fomentar la polarización política y electoral, no soluciones, no conocimiento, no compasión.
La pregunta que se deslizó en una encuesta del CIS sobre la posible prohibición de difundir bulos o informaciones engañosas acabó siendo explicada como un error. El jefe del Estado Mayor de la Guardia Civil reveló, en otra torpeza sonora, que el cuerpo monitorizaba la información para “evitar el estrés social que producen los bulos y minimizar el clima contrario a la gestión de la crisis por parte del Gobierno”.
Como también acabó recurriéndose a la cantinela del error la ambigua redacción de la Orden ministerial sobre la desinformación, que desató una tormenta, y que desde RSF criticamos por los peligros que encerraba la posibilidad de que el gobierno fuera quien determinara qué es desinformación y qué verdad, y que sirvió para que la ministra de Exteriores admitiera: “se trata de limitar que se puedan vehicular falsedades a través de los medios de comunicación”. Un funcionario gubernamental condenó nuestra voz crítica de cautela y alarma para proclamar: “En este gobierno morimos de transparencia”.
Esa determinación de no ver, de no mostrar, se ha extendido peligrosamente a otros ámbitos incómodos de la realidad. De nuevo, numerosos fotógrafos se dirigieron a RSF para quejarse de las dificultades impuestas por las autoridades para documentar la llegada de inmigrantes a Canarias, con dos argumentos esgrimidos por el gobierno: esas imágenes podrían potenciar la xenofobia, y no siempre respetan la dignidad de los migrantes. Por no hablar de la desinformación que ha practicado y practica el gobierno respecto a la situación de los inmigrantes en las islas y el traslado a la Península, que mientras a una portavoz “no le consta” a muchos aeropuertos y autoridades locales no deja de constarles.
La gran mayoría de los fotógrafos se rigen por códigos deontológicos que son los que presiden el trabajo de Reporteros Sin Fronteras. Para ser críticos los periodistas tenemos que ser impecables. Para recuperar el prestigio perdido tenemos que alejarnos del poder, huir de la simplificación y el sectarismo, separar las opiniones de los hechos, volvernos más avaros de adjetivos, comprobar, verificar, y contar lo que ocurre contra los miedos y los compromisos de los dueños de los medios, y contra el poder que o calla o desinforma. Como desinforman los partidos como Vox, que impide el acceso a determinados medios, o Podemos, cuando señala a periodistas que hacen preguntas incómodas.