Inicio Opinion Uso ilegítimo de la fuerza (Por Rafael Cid)

Uso ilegítimo de la fuerza (Por Rafael Cid)

por Colaboraciones

Con abuso de esquematismo solemos hablar de violencia solo y exclusivamente cuando se producen hechos y actos que causan daños a personas o bienes por parte de personas físicas. Pero se trata de un concepto reduccionista. Ciertamente, existe una utilización legítima de la fuerza como derecho de defensa. Y luego hay un uso ilegítimo cuando se emplea la violencia contra gente pacífica, venga de donde viniera la agresión.

Aunque normalmente esa licencia forma parte de las prerrogativas de los Estados, el paradigma de la abstracta personalidad jurídica. Ocurre así desde el momento en que las atribuciones que sustentan su soberanía pierden su base democrática, convirtiéndose en simple Estado de Leyes. La dictadura franquista abrazaba ese modelo porque, llegado el caso, usaba el poder del Estado contra sus propios ciudadanos (que el paternalismo del régimen eximia de ser a la vez contribuyentes directos). Operaba, pues, como una amenaza permanente sobre sus administrados.

Algo de eso está ocurriendo hoy en Catalunya. Al disponer del aparato coactivo y represivo para fiscalizar y penalizar posiciones críticas, el Estado central se adentra en el ámbito de la arbitrariedad legal. No hay una tutela democrática efectiva sino un acaparamiento unidimensional y perverso de los medios que la sociedad le confiere para preservarla. O sea, un marco legal endógeno, un statu quo sustentado en el voraz decisionismo.

La justicia que agrada al príncipe, en dicho de Ulpiano, y no como expresión de la voluntad general delegada. De ahí que el arsenal de medidas esgrimidas desde Madrid, Villa y Corte, para represar el derecho a decidir de la mayoría soberanista en el Parlament (desde la activación del artículo 155 de la Constitución hasta los encarcelamientos preventivos decretados por el Tribunal Supremo) incorpore en su despliegue la impronta característica de una “Causa General”. Como hizo la dictadura con su cruenta cruzada contra el comunismo, la masonería y el separatismo.

Y como esa “violencia estatal” indiscriminada resulta problemática en el contexto de una Unión Europea afecta al Convenio de los Derechos Humanos, el juez Pablo Llanera del TS ha decidido fabricar un imaginario inculpatorio para consumo de la opinión pública continental. En una resolución más propia de esos linchamientos mediáticos denominados tertulias que emiten las radios y las televisiones públicas (y en muchas de las privadas que comulgan con ese fervor; al fin y al cabo son concesiones gubernativas), el magistrado ha comparado el papel de los encausados al de los golpistas del 23-F. Más allá del chusco parentesco que supone igualar un alzamiento militar contra la sociedad en su conjunto y un proceso de revisión política e ideológica de unos representantes electos, la descalificación supone una burla sangrienta y desvergonzada de la memoria histórica.

No alcanzo a ver dónde aparecen aquí el rodar de los tanques por las calles de las ciudades; el asalto metralleta en mano de tropas a la sede de la soberanía popular; los jefes militares liderando la rebelión en nombre del Rey; o la toma de emisoras para cegar cualquier atisbo de oposición. Entre otras cosas, asunto que debería interesar a quienes como los jueces del Supremo se supone cancerberos del Estado de Derecho, porque hoy aún sigue oculta la identidad del cerebro del 23-F y desconocemos quiénes formaban parte de su trama civil y financiera. Quizás debido a que una Ley de Secretos Oficiales de 1968, franquista y preconstitucional pero vigente, protege a sus autores de las pesquisas debidas de Llanera y sus colegas togados.

El “prejuicio Llanera” obra de manera que no haya diferencia práctica entre la tipificación del delito de rebelión existente en la legislación de la dictadura y el de la democracia. Lo que está haciendo el supremo inquisidor es incorporar al texto el gradiente de “violencia” que en teoría les separaba. En el código penal del franquismo la rebelión pacífica también debía ser reprimida, y lo que ha hecho Llanera es sazonarla de 23-F para justificar su incomprensible decisión de abrir una “Causa General” contra disidentes y refractarios.

Porque nos encontramos ante un ejercicio de desobediencia civil de una parte considerable de la sociedad que ha visto cómo sus legítimas aspiraciones de autogobierno son sistemáticamente desoídas y conculcadas por el Estado. (Estatut cepillado en el Congreso, primero, y luego podado sin miramientos por el Constitucional). El resultado es un pandemonium: presos políticos; partidos descabezados; exiliados electos; millones de ciudadanos desposeídos de sus derechos fundamentales; y un seudopartido, Vox, en cuyo programa figura acabar con las autonomías y prohibir los partidos nacionalistas periféricos (como los golpistas del 23-F), oficiando de acusación particular en el kafkiano proceso

Siempre he creído que la responsabilidad de que gobierne la derecha, en las instituciones y en la sociedad (hegemónica en los valores que la informan), la tiene en buena medida la izquierda. Y no solo por la lógica aplastante de su incapacidad para ganar en las urnas a sus rivales. Sino y sobre todo porque al derechizarse para ampliar su base electoral, forzado por una estructura de partido que actúa como una empresa cuyo objetivo es la rentabilidad para perpetuarse en el poder, hace pedagogía conservadora propagando la ideología del enemigo. Si no fuera así, el PSOE hubiera rechazado el 155, dejando toda la responsabilidad de aplicarlo al PP, y en estos momentos la izquierda, sea lo que ello esa, estaría reflexionando sobre el frente democrático propuesto por el presidente del Parlament para defender la pluralidad política, ideológica y social.

Algo parecido al Pacto de San Sebastián que 1930 se organizó para repudiar a la monarquía, con un programa que primaba la excarcelación de los presos políticos y sindicales, se torna en la actualidad tarea imposible por la contumaz militancia dinástica de la sedicente izquierda. Al obrar en sentido opuesto, el resultado supone legitimar las políticas de la derecha desde la izquierda y consolidar el conservadurismo social como opción natural, exacerbando las pulsiones más egoístas, materialistas y competitivas que promueve el sistema capitalista de mercado en que estamos inmersos. Un círculo vicioso del que solo se puede salir con un proceso de ruptura democrática que prefigure en sus acciones el tipo de sociedad que ambicionamos. Es lo que precisamente en estos momentos combaten juntos PP, PSOE y Ciudadanos en el caso catalán.

Pero sería un error personalizar el problema en gobernantes o dirigentes concretos. Creer que quitando o poniendo a los Rajoy, Sánchez o Rivera de turno se soluciona el asunto es errar en lo principal. La cosa tiene mayor calado que un fulanismo del tres al cuarto. Radica en las instituciones existentes y no en las ocurrencias de los caciques del momento. Por eso se persiguen delitos de opinión como si fuesen actos de terrorismo mientras se amnistían los crímenes de lesa humanidad; se criminaliza la desobediencia civil y se prohíbe el ejercicio del referéndum como principio democrático para la organización interna de una comunidad. Nada sustantivo se modifica solo con el baile de unos nombres que comparten la misma visión estructural del Estado. De hecho, como tiene harto demostrada la práctica del turnismo, aspirar a cambiar las cosas alterando el orden de los factores no conduce más que a retroalimentar supercherías y espejismos. Y encadenarnos a una visión fatalista de la vida política que redunda en beneficio de aquellos que cifran el éxito de su dominación en la alienación de los gobernados.

 

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