La actual coyuntura política catalana nos apremia a explorar un símil del famoso triángulo de las Bermudas, cuyos vértices se denominan en este caso Independentismo, Nacionalismo y Derecho a decidir. Se trata de un misterioso triángulo donde naufragan, una tras otra, las naves libertarias que se adentran ingenuamente en sus aguas al son de persuasivos cantos de sirena. El propósito de este artículo no es otro que el de intentar avistar algunos de los recónditos escollos que aguardan a esas naves, y acotar algunas de las falacias que desconfiguran unos mapas de navegación convertidos de esa forma en fatídicas trampas.
La falacia de la Nación.
En su célebre libro “Nacionalismo y cultura” Rudolf Rocker escribió hace ya mucho tiempo: “Todo nacionalismo es reaccionario…”. Esa afirmación, asumida por buena parte del anarquismo y que hago mía sin reservas, ha sido tildada de simplista por ignorar el amplio abanico de significados que encierra el concepto de nación y por limitarse al que elaboró la narrativa del romanticismo. Conviene pues retomar la cuestión de la nación y del nacionalismo con un interés tanto mayor cuanto que el nacionalismo no solo representa uno de los vértices del inquietante triángulo al que me he referido, sino que también constituye la peligrosa corriente de fondo que agita sus aguas.
Precisemos de entrada que el hecho de denunciar la falacia de la nación no significa negar que las naciones existen y que el hecho nacional es incontrovertible. El carácter fáctico de las naciones se evidencia, por ejemplo, en los múltiples efectos que producen tanto en las poblaciones como en los individuos, tanto en los ámbitos políticos y sociales como en los económicos. La cuestión no es pues la de su innegable existencia, sino la de su modo de existencia. En efecto, en un determinado periodo histórico un conjunto de operaciones de diversa índole trajeron al mundo algo que antes no existía: la Nación, y son esas operaciones las que conviene tomar en cuenta para entender la naturaleza de esa nueva entidad.
El peculiar modo de existencia de la realidad nacional requiere que distingamos, por una parte, las prácticas tanto materiales como discursivas implicadas en el proceso de su construcción y, por otra parte, las que aseguran su mantenimiento.
A pesar de ser una categoría socio-histórica relativamente reciente, y un producto pasajero y circunstancial de la historia, la nación ha sido fetichizada como intemporal. Tanto las naciones con Estado, como las que pugnan por conseguir un Estado, fundamentan su legitimidad en su supuesta trascendencia respecto de los avatares coyunturales de su configuración. En efecto, las naciones perderían mucha de su legitimidad y de su capacidad de exigir lealtades si no se presentasen como la culminación de un proyecto levantado sobre innumerables sacrificios de nuestros más lejanos antepasados. Proyecto y sacrificios que, se dice, ya prefiguraban la futura nación, e incluso ya la contenían, en una forma extrañamente pre-existente a su propia creación.
Sin embargo, frente a esas concepciones organistas y esencialistas conviene recordar que, lejos de ser realidades naturales, todas las naciones se han constituido con la sangre y las lágrimas de la gente del pueblo. Fueron los enfrentamientos por el poder y por la riqueza, los que poco a poco fueron agrandando y agregando posesiones, juntando territorios, y colocando bajo una misma autoridad poblaciones dispares. Luchas, guerras, pactos, alianzas… hasta configurar un condado, un reino, o una república, o cualquier otra estructura política centralizada, que se transformó en una nación cuando adquirió carta de naturalidad para sus súbditos.
Las naciones son un artefacto del poder, y constituyen un dispositivo de dominación que se construye homogeneizando heterogeneidades, borrando singularidades, incluso en el plano lingüístico, y diezmando la diversidad. Es la fuerza política la que transforma colectivos humanos en naciones, cohesionándolos bajo una categoría abstracta que sirve para establecer la legitimidad de un modo particular de gobernar. Al reivindicar la existencia política de una determinada nación lo que se está asumiendo, implícitamente, es la historia de sangrientos enfrentamientos por el poder, y de restricción de la diversidad, y se está legitimando tanto la lógica que ha guiado esa historia, como el resultado en el que ha desembocado.
Las naciones no solo se han construido mediante prácticas materiales (guerras, tratados, anexiones, procedimientos jurídicos y administrativos etc.), sino también mediante prácticas discursivas que las instituyeron como tales en el espacio simbólico. Ese proceso que ha sido fundamental para naturalizar la nación ocultando su carácter de realidad socialmente y políticamente construida, encontró potentes instrumentos en el folclore y en las narrativas populares, pero también en la literatura, en la filosofía y en las ciencias sociales. Teorías y estudios sobre la “psicología de los pueblos”, el “carácter nacional”, el “espíritu de los pueblos” (Volkgeist), etc. construyeron la narrativa, o el relato, de la nación, dotándola de alma, de conciencia, de espíritu, de voluntad, de genio, de carácter, y atribuyéndole, en definitiva, unos rasgos humanos que facilitan que nos identifiquemos con ella e, incluso, que podamos enamorarnos de su rostro.
Ya que he aludido a las ciencias sociales, cabe señalar, de paso, que el discurso “científico” que constituyó el concepto de raza en unas claves que abrían sobre concepciones racistas, corrió paralelamente, y de forma globalmente contemporánea, al discurso que constituyó el concepto de nación en unas claves que impulsaron el nacionalismo. Eso explica quizás la multitud de “conectores” que permiten transitar entre esas dos construcciones y que las entrelazan estrechamente.
La nación no es sólo un objeto que ha sido construido, es también un objeto que se mantiene por medio de determinadas prácticas, y que sólo existe mientras esas prácticas lo producen y lo reproducen constantemente. En efecto, como sucede con todos los objetos sociales, la nación deja de existir cuando cesan las prácticas que la mantienen, y esas prácticas consisten, por ejemplo, en suscitar el sentimiento nacional mediante un conjunto de operaciones simbólicas. Las fuentes de la producción simbólica de la realidad nacional van desde el sistema educativo público hasta las simples competiciones deportivas entre naciones, pasando por la creación de un vocabulario específico y de emblemas identitarios.
El enorme esfuerzo que se invierte en la creación y en la constante recreación de la realidad nacional en la esfera de lo simbólico, evidencia el carácter artificial de esa realidad, y debilita por lo tanto la fuerza con la cual el hecho nacional se impone ante nosotros como una realidad natural. Obviamente, el nacionalismo es uno de los elementos más eficaces para mantener la existencia de las naciones y si la nación necesita enmascarar su carácter contingente y su genealogía para suscitar lealtades, esas lealtades necesitan el nacionalismo para poder brotar con fuerza.
El escollo del Nacionalismo.
Al igual que cuestionar la nación no implica negar su existencia, cuestionar el nacionalismo tampoco significa menospreciar la importancia del sentimiento de pertenencia a una comunidad. Es obvio que el vínculo comunitario es fundamental, y que vivir en un mismo lugar, compartir una lengua, tener experiencias comunes, desarrolla relaciones solidarias, y crea un sentimiento de comunidad que se inscribe, muy profundamente, en nuestra subjetividad, y que moviliza intensamente toda nuestra afectividad. En cierto sentido somos la lengua que hablamos y la cultura que nos impregna, sin embargo, no hay razón alguna para ir más allá de ese simple reconocimiento.
El hecho de que pertenezcamos a una determinada cultura no implica que debamos identificarnos con ella asumiendo de paso su trasfondo patriarcal, homófobo y racista. El hecho de que nos haya tocado hablar una lengua no significa que tengamos que batallar para que se preserve y a ser posible se extienda, salvo que seamos nacionalistas.
La gran astucia del nacionalismo consiste en equiparar el amor al terruño y el amor a la nación, en trazar una equivalencia entre ellos, y en hacernos creer que constituyen un solo y mismo sentimiento. Sin embargo, el afecto por el nicho que nos ha visto nacer y crecer no es lo mismo que el amor por esa abstracción que es la nación, y extrapolar ese sentimiento a una entidad abstracta lo desvirtúa y lo transforma en otra cosa.
El apego a la tierra natal ni se aprende ni se enseña, simplemente sucede en el roce diario sin que nadie deba incentivarlo ni exaltarlo, mientras que el patriotismo, inseparable del nacionalismo, debe ser elaborado, enseñado e inculcado mediante sofisticadas operaciones de producción simbólica de la realidad nacional y mediante sutiles adoctrinamientos. El nacionalismo debe ser generado y mantenido de forma continuada por un conjunto de dispositivos institucionales dedicados a la producción de subjetividad. Aceptar el nacionalismo, o más aun, impulsarlo, es exactamente lo opuesto a lo que constituye una forma libertaria de habitar el mundo.
Naciones opresoras y naciones oprimidas. La falacia de las luchas de liberación nacional.
La clásica diferenciación entre los nacionalismos opresores y los nacionalismos oprimidos es plenamente acertada, sin embargo, lo que ya no parece tan atinado es que con pretexto de que el anarquismo se opone a todas las formas de opresión, este deba hacer suya la causa de las naciones oprimidas, involucrándose en las luchas de liberación nacional. En efecto, una cosa es apoyar de forma decidida las luchas contra la dominación nacional, y otra bien distinta apoyar las luchas de liberación nacional. Esta es una distinción que se entiende perfectamente si se reformula el planteamiento simplista que dibuja como situación de partida la de una nación oprimida que lucha por liberarse, y si se considera que lo que existe primariamente es una fuente de opresión, porque lo que hay, en origen, es una nación interesada en dominar un determinado colectivo controlando su territorio, y que tiene la fuerza suficiente para hacerlo. Ciertamente, cuando ese colectivo se subleva contra la dominación nacional que padece, es obvio que hay que darle el apoyo (como bien lo vio Bakunin, por ejemplo) que tenemos el compromiso de dar a todas las luchas contra la dominación.
Sin embargo, apoyar el combate contra la dominación nacional no implica, en absoluto, que se deba apoyar también la parte de esa lucha encaminada a conseguir la liberación nacional, es decir, a sustituir una forma de dominación por otra, creando una nueva nación independiente.
¿Posición compleja, que exige diferenciar la lucha contra la dominación nacional, y la lucha por la liberación nacional, aun cuando ambas suelen estar entremezcladas y parecen implicarse mutuamente? Pues, sí, ciertamente, posición compleja, pero nadie ha pretendido que el anarquismo fuese simple. En cualquier caso, si hay un lugar donde ningún anarquista debería estar es en una guerra entre naciones y entre nacionalismos.
El actual enfrentamiento entre la nación española (opresora) y la nación catalana (oprimida) es un enfrentamiento entre dos realidades artificiales que solo existen como producto de los dispositivos de dominación, y es cuando se empieza a considerar positivamente cualquiera de esas dos adscripciones identitarias cuando se abre la puerta de par en par a una xenofobia rampante.
La levedad del argumento independentista
A nadie escapa que el actual movimiento soberanista catalán es sumamente heterogéneo. Hay en su seno sectores explícita y fervorosamente nacionalistas que exaltan las virtudes de su nación, pero también hay sectores que solo exhiben un nacionalismo de oposición que consiste principalmente en rebelarse contra determinadas prácticas de dominación y rechazar las agresiones e imposiciones del nacionalismo español.
Sin embargo, quienes pertenecen a este segundo sector no perciben que su lucha reactiva por la independencia de la nación catalana representa el éxito de aquello que la ha reprimido, el nacionalismo del Estado español, que no va a desaparecer sino que va a conservar su principio básico transmutandolo en nacionalismo del Estado catalán. Esto no hace sino evidenciar el carácter hegemónico, en el plano simbólico, del sistema que les oprime, puesto que solamente pueden pensar la independencia bajo la forma de otra nación.
Un tercer sector niega explícitamente ser nacionalista e insiste en que lo que persigue es, simplemente, romper la dependencia del Estado español, y conseguir que la gente variopinta, de múltiples nacionalidades y lenguas, que habita ese territorio pueda decidir libremente la forma política de su sociedad. Ese independentismo sostiene que su catalanismo, inclusivo y abierto, no es identitario, y que se siente orgulloso de su impureza étnica. La base de su argumentación es que no pretenden independizar naciones, sino, pueblos y territorios.
Ahora bien, ¿de qué pueblo hablamos? ¿Acaso del pueblo trabajador? ¿Y de qué territorio? ¿Cómo se definen sus límites? Lo que se exige no es la independencia de una comarca, o de un determinado colectivo, sino de Catalunya, y es la independencia de esa entidad, perfilada como nación, la que se reclama. Ese independentismo que dice no ser nacionalista presupone la existencia de la nación en la misma forma en que lo hace el nacionalismo, y es, precisamente, porque sitúa la nación como la unidad natural en el plano político, por lo que considera que Catalunya, al igual que cualquier otra nación debería poder ser independiente. Más que hablar de independentistas no nacionalistas quizás sería más acertado calificar ese sector como nacionalistas políticamente reticentes a reconocerse como tales.
Un cuarto sector está constituido por libertarios que, sin sentir como propia la independencia de la nación catalana, ven el Procés como la oportunidad para crear una ruptura capaz de desencadenar un proceso constituyente políticamente emancipador, y argumentan que hay que involucrarse en el movimiento soberanista para ensanchar la brecha que puede contribuir a abrir.
En esa misma línea, otros acuden a la viejísima teoría del enemigo principal y de los avances graduales, para sostener que hay que derrotar primero al nacionalismo dominante, el español, aunque haya que pactar con otro nacionalismo, el catalán, a fin de despejar la vía para ulteriores avances emancipatorios. Rizando el rizo, hay quien dice incluso que hay que luchar para que Catalunya consiga su independencia porque de esa forma se acabará, por fin, la reivindicación nacionalista, y se podrá plantear los temas que de verdad importan.
Lo que las diversas posturas que no participan de un fervor nacionalista explícito no alcanzan a ver es que la participación en la lucha por la independencia conduce, inevitablemente, y sean cuales sean las motivaciones subyacentes, a imprimir un fuertísimo impulso al nacionalismo. No se puede participar en el independentismo sin excitar unos sentimientos nacionalistas que han demostrado ser tan peligrosos que todas las opciones progresistas huyen de esa etiqueta como de la peste.
Tampoco se pude participar en el proceso independentista arguyendo que su eventual éxito no dará necesariamente lugar a la creación de un nuevo Estado. Aunque no lo afirmo con total seguridad, creo que no existe en el planeta ningún espacio geográfico que no pertenezca a un determinado Estado. Eso hace que la independización de cualquier territorio desemboque, necesariamente, en la construcción de un nuevo Estado, porque esa es la condición para que un territorio configurado como una unidad geopolítica independiente pueda encajar en su entorno y relacionarse con las entidades políticas que lo estructuran y que tienen todas ellas la forma de un Estado. La independencia de Catalunya no deroga a esa regla y desembocará, si se consigue, en la creación del Estado catalán (federal o centralista), opinen lo que opinen los independentistas anti estatalistas (una confederación supra-estatal de regiones, al estilo de lo que algunos contemplan en Euskadi no suprime el aparato estatal).
Por suerte, eso no condena todo proyecto de independencia. La condición de posibilidad de una independencia que no suponga la creación de un nuevo Estado radica en que no se tome un territorio como objeto a independizar, sino una determinada configuración política. Por supuesto, esa configuración se mueve necesariamente en un determinado espacio, pero no hace de ese espacio su principio vertebrador ni lo convierte en la entidad a independizar. Con lo cual su entorno relacional no está constituido por los demás Estados, sino por otras conformaciones políticas afines, situadas o no en su mismo espacio geográfico. Son, por lo tanto, criterios políticos (modos de vida, de intercambios, de proyectos etc…) y no criterios de ubicación territorial los que deben definir la entidad en busca de independencia, si esta no quiere acabar tomando la forma de un Estado.
El espejismo del derecho a decidir
Dirigente de la CUP, partidario de un Estado catalán y aliado con un partido neoliberal nacionalista y corrupto como es CiU, un insigne militante independentista como David Fernandez manifestaba hace poco que “la cuestión de la autodeterminación no apunta nada más que a la capacidad de autogobernarnos, de que el futuro de este pueblo, en clave democrática, lo decida su gente”. Una declaración con la que aparentemente solo podemos estar de acuerdo. La autodeterminación constituye, en efecto, un principio político que ampara el derecho a la libre reunión y separación por encima de cualquier imposición, es decir, en definitiva, el derecho a decidir libremente.
Sin embargo, si el derecho a decidir constituye un valor indiscutible, su contextualización en un ámbito particular y la manera en que se usa, sí que se prestan a discusión porque la afirmación de su valor descansa sobre una trampa.
Veamos, un principio general como es el derecho a decidir adquiere un determinado valor y un determinado significado en el seno de un marco axiológico donde puede ser evaluado y comparado con los otros valores que lo componen. Ese mismo principio general trasladado a otro marco adquiere un significado distinto y especifico que exige una nueva valoración. La trampa consiste en tratar el mencionado principio general como si su valor y su significado siguiesen siendo los mismos que los que tiene en el marco puramente axiológico, ocultando y enmascarando el hecho de que al extraerlo de ese marco y trasladarlo a un contexto distinto adquiere otra significación.
¿Quién puede no apoyar fervorosamente el derecho a decidir? ¿Pero, verdad que si lo insertamos en un contexto empresarial el derecho que tienen las multinacionales a decidir libremente sus fusiones y separaciones ya no resulta tan valioso ni tan indiscutible?
El derecho a decidir que se esgrime en el marco del Procés no se formula en abstracto, ni concierne cualquier ámbito de decisión, es el derecho que se tiene, porque se es una nación, a decidir independizarse o no en tanto que nación. Si resulta, además, que esa autodeterminación está auspiciada desde el poder, vehiculada mediante urnas institucionales, y limitada a un único tema decidido por las elites gobernantes, solo puede ser un simulacro de autodeterminación y una instrumentalización descarada del proclamado derecho a decidir.
¿Autodeterminación?, por supuesto, pero de verdad, sin seguir los pasos de las instituciones. Transformaciones en múltiples ámbitos, llevadas a cabo directamente por los colectivos concernidos. Un derecho a decidir que se limite cambiar una bandera por otra y a crear un nuevo Estado-Nación no nos concierne, ni puede motivar nuestra lucha.
A modo de conclusión
Está claro que debemos luchar contra el nacionalismo español, y que uno de los yugos de los que nos tenemos que liberar es la opresión del Estado español. Pero no porqué esa opresión nos constriña en tanto que miembros de una nación, de un país, de un pueblo, de un territorio, o como se le quiera llamar, sino porque es un instrumento de dominación y queremos romperlo, pero sin darle la satisfacción de reproducir miméticamente sus propios principios basados en “el hecho nacional”.
No se trata de entorpecer la independencia de Catalunya, pero tampoco de ayudar a que acontezca, se trata de no ocultar el engaño que supone para los de abajo que se les venda la moto de que esa lucha merece su colaboración, y evidenciar el substrato nacionalista sobre la que descansa.
Muy probablemente no podamos evitar ser andaluces o catalanes, y quizás ni siquiera nos apetezca evitarlo, pero lo que sí podemos evitar es transformar esa característica identitaria en un elemento primordial. Porque lo importante es el peso que concedemos en nuestras señas de identidad a la adscripción a una lengua, a un territorio, o a una nación, así como, el peso que representan esas adscripciones en los valores que asumimos, o en la acción política que desarrollamos.
Ese peso va desde cero hasta el infinito. Como es sabido, desde el anarquismo se le concede un peso que se sitúa muy cerca de cero, mientras que el peso que le dan, por ejemplo, los nacional-socialistas, tiende hacia el infinito. El punto exacto donde nos situamos, entre esos dos polos extremos, depende de nuestro grado de nacionalismo, consciente o inconsciente.
En Catalunya, debemos elegir entre arroparnos, ya sea materialmente, o solo simbólicamente, en una estelada, o bien luchar desde las ideas libertarias. Y, a partir de ahí, que cada cual elija legítimamente lo suyo. Ahora bien, si hacemos lo uno, si nos involucramos en el Procés, no podemos hacer lo otro, que consiste en luchar para erradicar todas las formas de la dominación, porque eso sería tan incompatible como arroparnos en la bandera española en lugar de desairarla con desprecio y, al mismo tiempo, proclamarnos anarquistas.
Ahora bien, si las naciones han sido hechas, también pueden ser deshechas, y uno de nuestros cometidos consiste, precisamente, en deshacerlas. Debemos ser resueltamente nacionalicidas, luchar contra la función política que cumple el concepto de nación y denunciar los enormes recursos de todo tipo que se invierten en la construcción simbólica, y en el mantenimiento de la realidad nacional, tanto si se trata de naciones con Estado como sin Estado, porqué en tanto que participes de las ideas libertarias no es que queramos una nación sin Estado, es que no queremos ni un Estado ni una nación.
Tomas Ibáñez. Libre Pensamiento 83. Verano 2015