rafaelcidUna vez más conviene recordar aquella afirmación de Bakunin: “libertad sin socialismo es privilegio e injusticia; socialismo sin libertad, esclavitud y brutalidad”.

“Parecía grande, pero era la sombra que proyectaba”

(El Roto)

Los que en el mayo francés del 68 asimilábamos juventud, representamos a una generación que vio en el triunfo de la Revolución Cubana una esperanza humanista distinta a todo lo hasta entonces conocido. En aquella época cualquier sensibilidad política consecuente no podía ignorar las atrocidades cometidas por el colonialismo rampante. Asesinatos alevosos como los del congoleño Patricio Lumumba, el marroquí Ben Barka, el portugués Humberto Delgado o argelino Mohamed Khider evidenciaban la necesidad de posicionarse frente a los regímenes despóticos que pretendían para el reloj de los pueblos hacia su autodeterminación.

Por eso, la sublevación liderada por Castro, Guevara, Cienfuegos y Matos, entre otros, para liquidar la dictadura de Batista fue sentida con general alborozo. De hecho, aquel “sí se puede” de los sublevados de Sierra Maestra, mentalizó al español Frente de Liberación Popular (FELIPE) para tratar de reproducir su modelo insurreccional en la Sierra de Segura, con la ayuda de la Yugoslavia no alineada de Tito.

Pero mientras nos movilizábamos y protestábamos contra las agresiones del Tío Sam en el Tercer Mundo, en Europa otro imperio también intervenía por la fuerza en “su patío trasero” ante la indiferencia de muchos los que solo tenían ojos para “los yanquis”. Primero fue el levantamiento obrero en Berlín (1953), luego la revolución de Hungría (1958) y finalmente la ocupación de Checoslovaquia (1969), uno tras otro los peones de la URSS que osaron enfrentarse al estalinismo fueron cayendo a manos del Ejército Rojo. Solo los anarquistas y el movimiento libertario, los mismos que apoyaron a los revolucionarios cubanos desde sus balbuceos, osaron denunciar los atropellos cometidos en las “democracias populares”.

Para entonces la causa de la “izquierda” se había convertido en la del “comunismo soviético”, sobre todo por al seguidismo de una gran parte de la intelligentsia francesa. Echando mano del tradicional engagement (compromiso) surgido del “caso Dreyfus”, y seguramente para compensar su “exilio interior” durante la ocupación nazi y el gobierno de Vichy, las luminarias del momento se enrolaron en la causa del socialismo realmente existente. De esta manera contribuyeron a legitimar en el liderazgo político un culto a la personalidad impropio de gentes que se reconocían en la misión de razonar en libertad. Un fenómeno estudiado y documentado con lucidez por el historiador británico Tony Judt en su obra “Pasado imperfecto”.

Sin embargo ya por esas fechas los estudios sociológicos más rigurosos habían establecido el hecho diferencial entre las sociedades occidentales y las soviéticas. Lo había formulado Raymond Aron, uno de los pocos intelectuales que junto con Albert Camus se desmarcó del pensamiento imperante en el medio, en el marco de las clases impartidas en la Sorbona parisina en 1956-1957 acerca de la evolución de la sociedad industrial y la sociedad tradicional. El curso, que sería publicado años después en tres entregas editoriales sucesivas (Dieciocho lecciones sobre la sociedad industria, La lucha de clases y Democracia y totalitarismo) marcaba el sesgo en el tipo de gestión política aplicada en cada caso (de planificación estatal y de libre competencia) y su repercusión sobre la conformación de sus respectivas clases sociales y regímenes políticos.

Un diagnóstico que cobra actualidad al sopesar muchos de los análisis y reflexiones emitidos a raíz de la muerte de Fidel Castro. Dejemos aparte por mendaces y estériles las opiniones nacidas a impulso de un anticomunismo patológico, que negarán el pan y la sal en cualquier circunstancia y lugar. Y vayamos a las valoraciones realizadas desde la empatía de una izquierda zurda, que solo considera una parte del problema, los éxitos de la revolución, engrandecidos por producirse en conflicto con el hostigamiento de la primera potencia mundial. Se trata de una realidad no exenta de victimismo, porque los hechos ciertos en que basan su postura (invasión de la CIA en Bahía de Cochinos, embargo, operaciones de desestabilización, etc.) son utilizados para negar, cuando no para exculpar, el carácter dictatorial del régimen castrista. Con ello se consuma el fracaso histórico de una modelo de construcción del socialismo que nunca ha sido capaz de cohabitar con un sistema de libertades civiles plenas.

La brutal represión del opositor; la prohibición de salir del país (hasta hace poco); la concentración unipersonal del poder; el disciplinamiento militar de la sociedad; el monopolio gubernamental de los canales de información (que alcanza a la censura de internet); los miles de balseros ahogados en su huida (las primeras oleadas de pateras del siglo XX); los fusilamientos extrajudiciales; el aniquilamiento de la pluralidad política y sindical; la persecución de los intelectuales críticos (caso Padilla, caso Jorge Edwards, etc.); la enajenación de los recursos económicos del país (tierra, trabajo y capital) al servicio del partido único en un contexto de racionamiento de alimentos; el hostigamiento a los homosexuales (caso Reynaldo Arenas); el exilio forzoso de más de dos millones de habitantes; y otros desmanes semejantes son despachados con la excusa de unos logros sociales (innegables) en aspectos como sanidad y educación sin parangón en el continente.

Es decir, de aceptar esta socorrida tesis, los seres humanos nos veríamos obligados a optar entre morir o perder la vida. Vegetar a la sombra de una nomenklatura poli-mli que graciosamente nos permite consumir salud y educación o arriesgarnos a ser lo más libres del cementerio. Y ello en el contexto de la civilización con más recursos materiales, técnicos y científicos de la historia. Lo reflejaba con cifras y fechas un veterano corresponsal en Cuba: “Para los defensores de la revolución, los datos que cuentan son otros: antes de 1959 la mortalidad infantil era superior a 60 por cada 1.000 nacidos vivos – ahora es de 4,2- ; la esperanza de vida era de 60 años para los hombres y 65 en el caso de las mujeres –hoy la cifra se ha elevado en 15 años para ambos sexos”. Hechos incontestables y enormemente meritorios. ¿Pero basta eso para bendecir a la dictadura? ¿Y sobre todo, cabe atribuir esos avances a la obra de un solo individuo, cuya deificación ha llevado a las autoridades a prohibir el consumo de alcohol y la música estridente durante los nueve días de duelo nacional decretados?

Porque no es verdad que esas estadísticas hayan sido posibles solo por la sabiduría de Castro y el régimen que inspiró. No existe el paradigma de una revolución cubana genuinamente progresista. Nadie puede afirmar honestamente que las tres generaciones sacrificadas en ese medio siglo largo de alta Fidel-idad no podrían haber disfrutado de esos avances por otros caminos menos destructivos. Sirvan en ese sentido algunos ejemplos paradójicos. En 1960 España tenía una esperanza de vida de 60,68 para los hombres y de 71,68 para las mujeres, y pasó en 2014 a 80,40 para los primeros y a 88,20 para las segundas; y en el caso de la mortalidad infantil el cambio fue de 64,2 por cada 1.000 nacidos en 1950 a 3,8 en 2006. Aunque las comparaciones son odiosas, nuestro país también sufrió una larga dictadura, que no obstante tuvo a gala implementar en 1963 las bases de la vigente Seguridad Social. Por tanto, no parece que esas transformaciones sustantivas sean una patente exclusiva del castrismo y de su igualitarismo verde oliva.

De hecho, el podio mundial en salud infantil lo ostenta uno de los iconos del capitalismo global. Otra dictadura donde se viola sistemáticamente los derechos humanos (Freedom House) que pasa por ser uno de los tres países con mayor desigualdad de ingresos del planeta, según el coeficiente Gini. Se trata de Singapur, isla como Cuba pero con la mitad de población y muchos menos recursos en origen de que los que disponía la perla del Caribe en 1959. Su activo: detentar el menor índice de mortalidad infantil del planeta (1,9 en 2010); ser el número ocho en esperanza de vida, con 85 años para las mujeres y 80 para los varones (OMS); tener prácticamente cero desempleo (2%) y corrupción (Transparency Internacional); estar considerado un referente universal en educación de calidad; y disponer de un 85% de población residente en vivienda pública. Su pasivo: la pena capital (como en Cuba); carecer de libertad de prensa (Reporteros sin Fronteras); imponer castigos corporales por delitos comunes; el sistema de partido único; e incluso la prohibición de hacer grafitis y mascar chicle (sic). Lee Kuan Yew, considerado el padre de la patria de Singapur, es la réplica autocrática del castrismo en Asia. Vidas paralelas en la distancia geográfica e ideológica, el Cesar visionario malasio también llegó al poder en 1959 y no lo abandonó hasta el año 2004, después de legar el cargo a su hijo el general Lee Hsien Loong. Esta transición en familia se produjo apenas cuatro años antes de que Fidel cediera la presidencia a su hermano Raúl.

Una vez más conviene recordar aquella afirmación de Bakunin: “libertad sin socialismo es privilegio e injusticia; socialismo sin libertad, esclavitud y brutalidad”.

Comparte:
Share

Artículos relacionados

Aviso legal. Esta web utiliza cookies para optimizar la navegación. Al continuar navegando está aceptando su uso y nuestra política de cookies y ver la forma de desactivarlas. (Política de privacidad) Internet Explorer, FireFox, Chrome, Safari Aceptar Leer más