Es casi obligado empezar por preguntarle cómo ha sobrellevado estos meses de confinamiento en Madrid. ¿Has usado este tiempo para algún libro que vaya a salir en las próximas fechas?
He pasado en Madrid, en efecto, el confinamiento. Y he dedicado buena parte del tiempo a leer y a escribir. No me ha quedado más remedio que adelantar trabajos que estaba previsto acometiese en la segunda parte del año. El principal es un librito, breve, que se propone aplicar la perspectiva del decrecimiento y la teoría del colapso a los problemas de la Iberia vaciada (incluyo también, por cierto, Portugal). Supongo que verá la luz a final de año. En algún momento he señalado que para mí el confinamiento ha sido eso que llaman una ayuda a la creación, dispensada por nuestro magnánimo gobierno.
Esta vez ha sido una Pandemia, como podía haber sido cualquier otro desastre humano o natural. ¿Qué opinión te merecen las decisiones adoptadas por los Organismos Internacionales y por los gobiernos ante la expansión del COVID-19?
Debo confesar, antes que nada, que no tengo las ideas muy claras en lo que respecta a los diferentes modelos de tratamiento de la pandemia que han cobrado cuerpo en unos y otros lugares. Pienso en el chino y en el surcoreano, en el sueco, en el portugués y el griego, y en el español, el francés, el británico y el norteamericano, por rescatar algunos ejemplos. En todos los lugares creo que se han revelado las secuelas, dramáticas, de las reducciones presupuestarias aplicadas a la sanidad y, en general, al gasto social. En algunos, y éste es un fenómeno que a mi entender tiene su interés, se ha puesto de manifiesto también que las sociedades comunitario-tradicionales disfrutan espontáneamente de mecanismos de defensa interesantes. También contra la pandemia. Bastará con que recuerde que el escenario de muchos fallecimientos en las últimas semanas —las residencias de ancianos— es desconocido, o casi desconocido, en muchas de esas sociedades, en las que los ancianos viven y mueren en casa. A menudo, ciertamente, con cargas que recaen fundamentalmente sobre las mujeres.
Más allá de la anterior, hay que prestar atención a la pandemia represiva. Sería absurdo que yo atribuyese al presidente Sánchez el designio, a través del estado de alarma, de sentar los cimientos de un proyecto ecofascista. Pero quienes están por encima de Sánchez, quienes mueven los hilos en la trastienda, a buen seguro que han tomado buena nota de la disciplinada reacción de tantas personas inmersas en un genuino ejercicio de servidumbre voluntaria. Ahí están los policías de balcón para testimoniarlo. Lo he dicho varias veces en los últimos tiempos: no sé qué me inquieta más, si la alarma o el Estado.
En una viñeta publicada, un tsunami llegaba a una playa en forma de tres olas, a cada cual de mayor tamaño. La primera era el Covid-19, la segunda la recesión económica, y la tercera, enorme, el cambio climático. ¿Estamos ante los prolegómenos del Colapso?
Me resulta difícil responder a esta pregunta, tanto más cuanto que no descarto que los poderosos consigan restaurar la mayoría de las reglas del escenario anterior a la pandemia, con elementos, eso sí, de represión económica y social cada vez más severos. Cuando, en 2016, escribí un libro titulado Colapso, la tesis principal que defendía es que este último sería ante todo el producto de la combinación de dos grandes factores: el cambio climático y el agotamiento de todas las materias primas energéticas que hoy empleamos. Agregué, bien es cierto, que no había que despreciar la influencia de otros factores que, aparentemente secundarios, podían oficiar, sin embargo, como multiplicadores de las tensiones. Y al respecto mencioné varias crisis —la demográfica, la social, la de los cuidados, la financiera—, hablé de la proliferación de violencias varias, me referí a la idolatría que siguen mereciendo el crecimiento económico y las tecnologías y, en fin, coloqué sobre la mesa el peso de epidemias y pandemias.
Mi impresión, que tiene que ser por fuerza provisional, es que esos factores secundarios han adquirido un peso inusitado, en la medida en que a la pandemia sanitaria se han unido otras vinculadas con el escenario social, con los cuidados y con la deriva del sistema financiero, de tal suerte que se ha configurado una bola de dimensiones cada vez mayores. No creo que sea una desmesura afirmar que esa bola nos sitúa, por muchos motivos, en la antesala del colapso. Con el agregado, eso sí, de que en lo que hace a los dos factores principales hemos asistido, a título provisional, a un retroceso de su relieve, de la mano de reducciones en la contaminación, de un retroceso en el consumo de combustibles fósiles y de un frenazo brusco en el proceso de turistificación.
La viñeta que mencionas, en fin, nos obliga repensar crudamente cuáles han de ser nuestras prioridades. En los últimos tiempos he recordado varias veces que, según un artículo publicado en la revista Forbes, de resultas del descenso operado en la contaminación en China van a salvar la vida 77.000 personas, una cifra veinte veces superior a la de los muertos oficialmente identificados en ese país por efecto del coronavirus. Me parece que el dato da que pensar.
Hemos visto aflorar como nunca, los viejos problemas «nacionales»: territorialidad, autoritarismo, diferencias sociales, el desmantelamiento de lo público y en concreto de la Sanidad. ¿Tenemos que aportar los libertarios una respuesta tanto teórica como práctica aquí y ahora, sin más demora?
Los tres cimientos mayores de esa respuesta son los de siempre: el despliegue de redes de apoyo mutuo —que por cierto se han extendido, de forma venturosamente espontánea, de manera muy notable—, la práctica constante de la acción directa y, en fin, la autogestión. Nunca se subrayará lo suficiente que no basta con defender «lo público», que en sí mismo, y por sí solo, puede ser, infelizmente, una herramienta perversa al servicio de los poderosos. Hay que defender lo público autogestionado y socializado. Y hay que trabajar, faltaría más, con la gente común.
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