Discutía yo con un colega, un tiempo atrás, y con ocasión de una tibia huelga general que se había hecho valer en España, sobre los ámbitos a los que esa huelga debía afectar. Este amigo, un tanto anclado en un pasado en el que la producción lo era, o parecía serlo, todo, no acertaba a comprender por qué demandábamos también una huelga de consumo. ¿Qué sentido tiene –le preguntaba yo- que paremos en las fábricas o en las escuelas para luego acudir presurosas a comprar en un supermercado? ¿Dónde estaban, por cierto, los derechos de quienes trabajaban en éste?
A menudo sucede, sin embargo, que cuando uno cree haber dado un paso de gigante en la comprensión de los problemas del mundo tiene que tomar nota, al poco, de que se ha quedado corto. Porque, si la huelga ha de serlo de producción y de consumo –también, claro, de distribución, como nos lo han enseñado los chalecos amarillos franceses-, ¿qué sentido tendrá que hablemos de repartir el trabajo si ignoramos al tiempo el relieve, ingente, del trabajo doméstico realizado de manera abrumadoramente mayoritaria por mujeres? ¿No habrá que reivindicar, y sin cautelas, una huelga que afecte al trabajo correspondiente?
Antonella Picchio lo explica con claridad: “El pensamiento feminista nos ha enseñado cómo la economía dominante invisibiliza gran parte del trabajo aportado por las mujeres. Pero el proceso productivo no se sustenta sólo en el trabajo remunerado que permite producir bienes y servicios; alcanza también al trabajo, no remunerado, que permite la reproducción social y la de la clase trabajadora. Sin el trabajo doméstico -cocinar para alimentar a las familias, mantener la ropa y las viviendas…- y el cuidado de las personas y de sus relaciones, el sistema económico no podría perpetuarse. Y, sin embargo, la economía del crecimiento no lo contempla de ninguna manera” .
A duras penas sorprenderá –y vuelvo a la carga con el argumento- que a ese idolatrado indicador que es el producto interior bruto no le interese en absoluto el trabajo doméstico. El indicador mencionado, y el propio crecimiento económico, tiene un carácter patricéntrico y machista. A los ojos de Anselm Jappe uno y otro se vinculan con los valores masculinos -dureza, determinación, razón, cálculo, contrato-, en tanto las actividades no mercantiles se asocian con los valores femeninos: dulzura, comprensión, emoción y gratuidad.