Por Rafael Cid
“Si jo l’estiro fort per aquí i tu l’estires fort per allà,
segur que tomba, tomba, tomba, i ens podrem alliberar”
(L`estaca. Lluis Llach)
Si había algo genuino en el procés (en futuro ya, porque fue y no hubo), una cosa que nadie podía discutir sin quedar en evidencia, era su enorme y entusiasta capacidad de movilización a pie de calle. Las multitudinarias manifestaciones del 9-N y el 1-0; las que se hicieron en repulsa por los atentados terroristas de Barcelona (también del mismo signo cívico), e incluso ese último plante nómada, en el mismo corazón de Bruselas para pasmo de los euroescépticos, arrojaban un plus de espontaneidad infrecuente en un país tan dado al control remoto, el diferido y el de plasma, para la expresión política.
Desde aquellas riadas de sociedad civil del 15-M volcadas por calles y plazas para reprobar a las instituciones del austericidio y a sus fieles machacas, nada igual se había producido en estos pagos. Es el perfume embriagador de lo que en un valioso estudio Manuel Arias Maldonado llama La democracia sentimental.
Pero en cuanto ha sonado el chupinazo de apertura de campaña cara a las autonómicas del 21-D, quien más quien menos en la clase política ha corrido a los platós para congraciarse con la otra ciudadanía, la de la España inmóvil. Votos y boinas bien valen una misa. La prueba está en ese primer debate a siete emitido hace unos días por el Canal 24 horas de TVE. Iceta, Arrimadas, Albiol, Doménech, Turull, Torrent y Riera, todos a una se aplicaron en defender sus posiciones en la caja tonta.
Y aunque se alejaron del transformismo hortera que emplearon otros dirigentes en las pasadas generales para seducir a la mayoría silenciosa (un Iglesias enseñando su maldotado frigorífico a Ana Rosa, un Sánchez en plan Indiana Jones con Calleja o una Soraya Sáenz de Santamaría twisteando en El Hormiguero), el elenco incurrió en la arrogancia del neófito. Hablaban de oídas.
Porque de alguna forma, a mayores, el eje de aquel encuentro fue el “Régimen del 78”. O sea, la polémica sobre la vigencia de la Constitución de marras. Artilugio que el bloque proindependentista considera superado e incluso causa del cerrojo que impide el legítimo ejercicio de derecho de autodeterminación, mientras sus oponentes estiman que sigue siendo la base para una próspera convivencia, sin importar mucho que para ello se haya forzado el artículo 155.
Ciertamente, en medio, ni contigo ni sin ti, se situaría CeC-Podem, en un desesperado intento de servir como punto de encuentro frente a la polarización ambiente, la misma panacea del consenso con que se formuló la cuestionada Transición. En cualquier caso, empeño inútil. Nadie en el septeto tenía autoridad para pontificar sobre tales extremos. Ninguno de los allí presentes, por razón de edad, había refrendado la Constitución en 1978. Nadie, ni siquiera el más veterano Miquel Iceta, nacido en 1960, podía hablar con conocimiento de causa. Como suele decirse, conocen que los vasos sirven para beber pero no saben para qué sirve la sed.
Faltos, pues, del juicio y la experiencia precisos para un análisis competente, no debe extrañar que las formaciones que postulan la equis en la quiniela del 21-D hayan recurrido a airear a los cuatro vientos su lado más íntimo y chismoso sin ruborizarse. El líder del PSC despendolándose otra vez en plan Elvis ante los espectadores de La Sexta, y el alma de “los comunes”, Ada Colau in person, confesándose a tumba abierta en Sábado de Luxe de T5, “el programa en que se entrevista a los principales personajes y celebrities del panorama del corazón” (según proclama en sus créditos). Un 12,4% de Share, con Belén Esteban de preguntadora a Colau. El medio es el mensaje.
Parece que a menudo en política para llegar a lo más alto antes hay que caer a lo más bajo. Una tentación de la que nadie está libre y que resulta más chirriante cuando los protagonistas son aquellos que dijeron venir para traer algo nuevo. Aún recuerdo la trifulca formada cuando en un mitin público pregunté al diputado y senador de Podemos Ramón Espinar si su defensa incondicional de los derechos humanos era compatible con “fichar” para la dirección del partido al antiguo JEMAD Julio Rodríguez, el jefe militar que dirigió la ofensiva aérea de la OTAN contra la Libia de Gaddafi. “Él se limitaba a obedecer órdenes de los políticos”, me contesto rotundo. A lo que me permití replicar: “Ese es el mismo argumento que usaron los nazis en su defensa en los juicios de Nuremberg: la obediencia debida”. Inútil es decir que la concurrencia en manada me tildó de todo menos de bonito. El consentimiento de los gobernados a veces produce monstruos.