«Fue un atraco perfecto / Fue un golpe maestro / Dejarnos sin ganas de vencer»
(Letra de una canción de la banda indie rock Vetusta Morla)
La superación del reduccionismo binario (yin-yang) en lo convivencial ha sido una apuesta del gobierno de coalición de izquierdas, ahora en acusado proceso de deconstrucción endógena. Incluso podría decirse que figura entre sus mejores credenciales progresistas. Extiende la plena habilitación a colectivos de género que hasta la fecha habían estado prácticamente proscritos. Pero esa apertura de avanzada tiene límites en ámbitos donde en lugar del consentimiento informado rige la delegación autoritaria. La disrupción más evidente se da en el sector económico, territorio donde impera el consenso tripartido de los autodenominados agentes sociales. Vulgo franquiciados del sistema: gobierno, patronal y sindicatos tándem. La troika emergente de la <<nueva normalidad>>
De aquel refractario <<no nos representan>> de la primera crisis hemos pasado al arrogante <<el Estado somos nosotros>> pandémico. Que si no fuera por el pluralismo nominalmente existente reproduciría al verticalismo franquista, ese tinglado que reunía en un mismo negociado a trabajadores y empresarios bajo palio del régimen. Todo lo cual sin embargo se conlleva con alivio y absoluta normalidad porque, al mismo tiempo y complementariamente, lo que preside el día a día es el trampantojo eximente de la bronca político-ideológica. Un ardid para principiantes, a modo de performance de lucha de clases y dialéctica izquierda-derecha para consumo del votante-contribuyente sin más atributos que su indeclinable obediencia debida. El tipo de ciudadano troquelado como mero <<consumidor de palabras>>, según la definición del demagogo Cleón en la Grecia clásica.
Mientras, entre costuras, se cocina un apaño de los preconstitucionales Pactos de la Moncloa en cómodos y asintomáticos plazos. La prueba está en los recientes acuerdos alcanzados para prolongar los ERTE hasta el 31 de septiembre: <<Cuando se negocia para acordar, el acuerdo sale>>, dicho en la tautología ministerial de Yolanda Díaz, titular de la cartera de Trabajo. Modelo de <<escudo social>> que lleva ahorrados 30.000 millones de euros a empresas en concepto de exenciones de cuotas sociales y salarios no pagados, y endosados al erario público más de 20.000 por cotizaciones no ingresadas y devengos satisfechos por desempleo. Hablamos de un paquete de medidas arteramente condicionado a dar otra vuelta de tuerca a la reforma estructural de las jubilaciones. Dos por el precio de uno, y la cacareada <<insostenibilidad financiera de las pensiones>> convertida otra vez más en razón de Estado. En petit comité, sin que los afectados y agraviados hayan podido pronunciarse, por decisión de los <<representes>> en nómina.
Cabe recordar que el 29 de septiembre de 2010 las centrales sindicales que ahora celebran el diálogo social lideraron una huelga general para enfrentar la contrarreforma laboral y la anunciada sobre las pensiones de José Luis Rodríguez Zapatero. Memorial de una claudicación de parte que hoy enfoca su fanfarria obrerista para denunciar solo y exclusivamente las otras reformas que a renglón seguido perpetró Mariano Rajoy. Unilateralidad que tuvo como consecuencia lógica normalizar a divinis la involución austericida de la etapa socialista de la Gran Recesión. Esa dismetría, voluntariamente asimilada y esgrimida cuando la nueva troika (gobierno, CEOE y CCOO+UGT) firma la paz social, permite que los grandes bancos lo celebren con los ERE más bestias de su historia. Que la mano izquierda no sepa lo que hace la mano derecha.
A finales del pasado octubre, con el voto en contra de Vox y las abstenciones de ERC y EH Bildu, los grupos políticos de la Comisión del Pacto de Toledo aprobaron 21 recomendaciones-guía para la actualización del sistema público de pensiones a abordar por el gobierno de colación PSOE-UP. La prosopopeya oficial vendió el consenso de marras con el consabido mantra de <<reforzar el sistema>>, la misma expresión sandunguera de anteriores modificaciones: la socialista del 2011 (finalmente trajinada por los tres tenores: entre gobierno, CEOE, CCOO y UGT) y la popular de 2013 (por decreto). A destacar que la nueva mayoría recién lograda en el Pacto de Toledo se produjo en pleno estado de alarma y pasados diez años desde su última resolución. Porque en la reunión de febrero de 2019, con Unidas Podemos (UP) en la ardiente oposición, todo quedó en papel mojado ante el súbito plante de los representantes del grupo de Pablo Iglesias.
Entonces el argumento esgrimido por Yolanda Díaz, a la sazón portavoz de UP en la comisión, era tan radical como certero: «No estamos de acuerdo con que el cómputo de la pensión se extienda a toda la vida laboral, porque esto supone un recorte de la pensión y afecta especialmente a las mujeres. Como tampoco podemos votar a favor de que tengamos que trabajar más allá de los 67, queremos volver a los 65 años”. Líneas rojas sobrepasadas en la <<nueva normalidad>>, lo que en la práctica significa dar vía libre a nuevos hachazos a los dineros de los pensionistas. De hecho, una de las propuestas del Ejecutivo, en la misma línea de lo ya hecho por Zapatero, consiste en premiar el aplazamiento de la jubilación. Y no precisamente para reducir la jornada laboral y favorecer el acceso de los excluidos al mercado laboral. Incluso, y a pesar del tapón que esa moratoria puede suponer para la incorporación de nuevos trabajadores, al tiempo que se fomenta el teletrabajo casero como panacea. Cuando España ostenta el mayor índice de paro juvenil de la Unión Europea (38%) y la pensión contributiva solo supone el 70% de la media de los veintisiete.
Una tropelía que se ha tratado de solapar con la propina de la revalorización de las pensiones con el Índice de Precios al Consumo (IPC). Aunque una vez más el interesado relato encubre anomalías de mayor cuantía. Resulta un despropósito hablar de <<revalorización>> cuando para indexar las rentas de jubilación se utiliza el IPC convencional, que engloba a 484 artículos, mientras la << cesta de la compra>> de los mayores suele verse repercutida por no más de docena y media de productos de primera necesidad (luz, agua, electricidad, gas, alquiler, fruta, verduras, pan, leche, etc.). Con lo que al fin de cuentas el impacto real sobre sus rentas siempre es mayor que lo que establece el IPC oficial, un baremo diluido en un cestón de mercancías. En suma, año tras año, el coste de la vida se encarece para las clases pasivas sin la relativa progresividad que conllevaría utilizar en el cálculo un <<IPC del pensionista>>.
Todas estas aparentes contradicciones no lo son en puridad. Forman parte más o menos deliberadamente de una política de suma cero, lo comido por lo servido. Un simulacro frentista y maniqueo que necesita conjugar la bulla política e ideológica con la paz social entre contrarios para ser asimilada sin anestesia. Con semejante burladero, las autoridades pueden permitirse la humorada de proclamar que el abaratamiento del recibo de la luz en los hogares y la eficiencia energética pasa por derivar el consumo a la noche y los fines de semana. Este es el último ejemplo del manejo de trileros a pie de obra a que nos hemos acostumbrado, pero no es el único y posiblemente continuara la saga. Así, hemos transitado de aquel orgulloso <<welcome refugees>> que simbolizaba la acogida al Aquarius a militarizar Salvamento Marítimo y desplegar a la Legión en Ceuta y Melilla para la devolución en caliente de miles de inmigrantes marroquíes, niños incluidos. Ultraprecariado que imploraba un S.O.S. y se topó con un dóberman al otro lado de la valla.
Estamos ante un escenario que remite a lo ya ocurrido en la etapa de Zapatero, con una primera legislatura exitosa, de indudables progresos cívicos (aborto, matrimonio homosexual, dependencia, etc.) y una segunda reaccionaria que culmino en la reforma exprés del artículo 135 de la Constitución para priorizar el pago de la deuda. Y si entonces una cosa no sirvió para ocultar la otra, fue porque surgió un 15M tenaz y transversal (<<PSOE, PP, la misma mierda es>>). Una sociedad civil militante y proactiva que con la coalición de izquierdas en el poder ni está ni se la espera. En los tiempos presentes, se presupone que quien crítica al gobierno es un indeseable que hace el juego a la peor derecha. De victoria en victoria hasta la derrota final.
Porque la realidad es que si se cambia algo accesorio mientras lo fundamental siga igual, el orden de los factores no altera el producto, por muy buenas y constructivas intenciones que se ponga en el empeño. Ciertamente, las modificaciones en profundidad (estructurales) casan mal con el cortoplacismo de los gobiernos, dirigido a golosinar a la opinión pública con recetas que le aseguren la continuidad en las instituciones. Pero no lo es menos que sin una decidida voluntad política y una ciudadana exigente se perpetúa lo peor del sistema. Ahora mismo, las contingencias sobrevenidas se están arbitrando a costa de la deuda pública, que ya ha alcanzado el nivel más alto desde hace 140 años (está en el 125,3% del PIB). Losa que abonará el empobrecimiento de las generaciones futuras (el 92,7% de los préstamos contraídos es a largo plazo).
De la misma forma que el agravamiento medular de las condiciones del sistema público de pensiones instaurado por Zapatero en 2011 (retraso la edad legal de jubilación; ampliación a 25 años del cómputo para el cálculo de la futura pensión; etc.) predice un descenso de las percepciones por jubilación de los trabajadores actuales. Un caso de insolidaridad intergeneracional de los mayores, que salvo honrosas excepciones solo han reivindicado la actualización de sus remesas con el IPC, a los jóvenes que son los que pagan esas pensiones a través de sus cotizaciones. Y hoy ya no queda nada de la menguante <<hucha de las pensiones>>, tan criticada por las izquierdas cuando se postulaban desde la oposición rampante. A esa juventud hipotecada solo se le aplican las cataplasmas de unos pomposos <<planes de empleo>> que ningún gobierno desarrolla más allá de su chupinazo propagandístico. Aznar dejó el paro juvenil en el 22%; Zapatero lo llevó hasta el 48,9%; con Rajoy se situó en el 34,1%; y con el gobierno de coalición de izquierdas nos hemos convertido en líderes en desempleo de trabajadores de entre 18 y 25 años, superando en 20 puntos la media de la UE.
El mal de piedra de la economía nacional es un tejido productivo de escaso valor añadido y poca inversión empresarial en I+D, que en buena parte basa su productividad en bajos salarios y contratos precarios (solo Polonia nos supera en toda la UE), y una legislación laboral que abarata la destrucción de empleo (ERE y ERTE) cuando las expectativas de negocio flaquean. A ese hándicap sistémico (que no endémico) del mercado de trabajo hay que añadir la tendencia política a actuar por la vía de la eficiencia en el control de gastos y no en la de incentivar los ingresos, devaluando prestaciones a troche y moche en lo que antes con bastante idealismo considerábamos Estado de Bienestar. Lo ocurrido con el impacto del aumento del Salario Mínimo Interprofesional (SMI), iniciativa estrella del gobierno progresista, forma parte de ese conjunto dispar, que como el Cid de la historia-ficción sigue ganando batallas después de muerto. Según el último informe del Banco de España (BE), ratificado por otros observatorios económicos independientes, la subida en 2019 del 20% del SMI (de 735 euros a 1050 en 12 mensualidades) se habría traducido en una pérdida de al menos 100.000 puestos de trabajo. De esta manera, una medida de equidad con positivos efectos sobre el consumo, debido a la estructura escasamente competitiva del tejido empresarial, produciría el efecto bumerán de aumentar la brecha social y laboral, perjudicando sobre todo a los más vulnerables: mujeres y jóvenes. Idéntico mensaje logrero están mandado los gurús de la CEOE ante la propuesta de acabar con el salvaje encadenamiento de la temporalidad. La tercera pata del celebrado diálogo social argumenta que la iniciativa podría tener efectos negativos en sectores típicamente estacionales como la construcción, hostelería, el turismo, la educación, la sanidad o la agricultura.
El error, si es que se puede llamar así al olímpico desprecio de la ética y el compromiso civil, es creer que predicar la trifulca política contra la derecha es condición necesaria y suficiente para colgarse credenciales de izquierda solvente (de ahí la insistencia en lo del trifachito, los cayetanos, la foto de Colón o los tabernarios). Y que se puede llegar a acuerdos económicos y sociales con la patronal sin que esa virginidad ideológica quede en barbecho y contaminada en origen. Una cosa es la derecha político-cultural, rancia, beata y tradicionalista en usos y costumbres, y otra la que representan los poderes fácticos económicos. Esta derecha profunda es mucho más pragmática, siempre que el diálogo interclasista beneficie a sus intereses (gato blanco, gato negro, lo importante es que cace ratones). De ahí que la santificación de la <<paz social>>, en este exclusivo contexto, tenga mucho de juego de suma cero, un laissez faire adanista de último recurso. Con el peligro de que en el manejo de tamaño monopoly sea precisamente la izquierda (ya sediente o fagocitada) la que se deje más pelos de su identidad en la gatera.
Plegarse al statu quo político y al diktat del mercado imprime carácter. En la primavera de 2022, y por invitación del gobierno de coalición de izquierdas que preside Pedro Sánchez, España será la sede oficial de la cumbre de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN). Así, los representantes de la organización tendrán como anfitrión a un partido fundado bajo la divisa <<OTAN, no>> (Izquierda Unida de Unidas Podemos), entonces en abierta disputa con su ahora colega y socio (PSOE), que surfeó la bicha con un referéndum fake anunciado <<OTAN, de entrada, no>>. Todo junto y revuelto, bronca política y paz social, para conmemorar el 40º de nuestro ingreso en la Alianza Militar.
(Nota. Este artículo se ha publicado en el número de Julio-Agosto de Rojo y Negro)