Por Germán García Marroquín Ongi Etorri Errefuxiatuak
Las migrantes nos quitan el trabajo, afirman personajes políticos interesados en que veamos a las personas migradas como enemigas. Y hay quienes, teniendo a sus progenitores cuidados por mujeres migradas, se hacen eco también de esta cantinela. Sorprendente. Y, más aún, que sea precisamente quienes así piensan los que dicen que quien no trabaja es porque no quiere. ¿En qué quedamos?
Los migrantes nos quitan muchísimo trabajo, es cierto. Sobre todo, nos han quitado el trabajo que los autóctonos no queríamos hacer. Por ello, deberíamos estar muy agradecidos. Estoy con el pintor Antonio López cuando dice en una reciente entrevista “me encantaría que aplaudiéramos, como se hizo a los sanitarios, a la gente del campo que trabaja para que comamos”.
Sin duda, ha habido desde hace años una transferencia importante de trabajo de la población autóctona a la población migrada. Los cuidados de personas dependientes -mayores y criaturas-, empleadas del hogar, trabajos agrícolas, la hostelería, repartidores de servicio a domicilio… Trabajos que han pasado a ser realizados por migrantes, en general en condiciones duras, incluso penosas. Tareas no reguladas por contratos ni convenios, con largas jornadas, bajos salarios, en muchas ocasiones siendo la calle su lugar de trabajo, bajo las inclemencias del tiempo, en invernaderos a altas temperaturas. Muy pocos de estos trabajos son o han sido considerados empleos. Pero son trabajos socialmente necesarios, esenciales incluso. Y sería más propio decir que les adjudicamos estos trabajos en lugar de que nos los quitan.
Tildar de útil esta transferencia de trabajo de la población autóctona a la población migrada, e incluso como beneficiosa para ambas partes, sería una manifestación de cinismo por nuestra parte. Sería optar por una sociedad instalada en la injusticia, donde los trabajos más penosos o no deseados estarían adjudicados a grupos sociales determinados, esclavos, castas inferiores, mujeres o migrantes.
Aceptar esta situación como normal equivaldría a cosificar a las personas migradas. Entender que nos quitan el trabajo, en el mismo sentido que lo hacemos cuando hablamos de nuestra lavadora, sería considerar a otros seres humanos instrumentos para nuestro bienestar. “Pedimos mano de obra y llegaron personas”, advertía el escritor suizo Max Frisch, refiriéndose a quienes emigraron a Suiza en los años 60 procedentes de España, Portugal e Italia.
Por desgracia, en esas estamos. Los trabajos con peores condiciones laborales ‘corresponden’, por una ley no escrita, a la población migrante y, de manera más específica, a quienes están en situación administrativa irregular. Habría que preguntarse si la Ley de Extranjería no está diseñada precisamente para obligar a estas personas a aceptar estos trabajos. “Flaqueza es ayudar al más poderoso”, dijo Camoens.
Esta situación tan injusta, quitarnos de encima los trabajos penosos, permite reservar para la población autóctona esa parte del trabajo que llamamos empleo. La población migrada tiene trabajo, la población autóctona tiene empleo. El empleo es un tipo de trabajo con condiciones que el trabajo a secas no tiene. El empleo implica una relación social en la que están regulados por contrato y/o convenio los derechos y condiciones laborales (salario, jornada, horario, derecho a desempleo y jubilación…). Sin obviar que hay espacios intermedios de empleo precario que comparten muchas de las condiciones del trabajo sin derechos. Espacios en los que conviven trabajadores autóctonos y migrantes en situación regular.
El empleo no se ha distribuido en la misma proporción que el trabajo con malas condiciones. ¿Cuántas migrantes conocen ustedes que sean funcionarias, administrativas en las grandes empresas, dependientas en los grandes almacenes? Podemos decir que les hemos dado el trabajo y nos hemos quedado con el empleo.
El mensaje de ‘nos quitan el trabajo’ busca generar miedo a que nos quiten el empleo y que sea la propia clase trabajadora la que construya un muro que condene, aceptando como normal, a la población migrante a permanecer en el lado del trabajo sin derechos, tan rentable para el sistema.
¿Qué sentido tiene que una persona necesite un permiso para poder trabajar? La Ley de Extranjería no da derecho a trabajar, más bien obliga a trabajar sin derechos. Alguien se está beneficiando del trabajo irregular, y no es la sociedad en su conjunto. En caso de regularización, la aportación fiscal neta de los trabajadores en situación irregular se incrementaría por encima de los 3.250 euros anuales, y, a finales de 2019, el número de trabajadores en situación irregular se estimaba entre 400 y 500 mil, según el informe de Investigación por Causa (junio 2020). La cuenta es sencilla.
Los Derechos Humanos deberían llamarse Derechos de las Personas, para que algunos entiendan que se trata de derechos que los individuos portan consigo, como parte sustancial de su propio cuerpo, cuando sus cayucos besan las playas de Canarias.