P1030551«Y sin duda nuestro tiempo… prefiere la imagen a la cosa, la copia al original, la representación a la realidad, la apariencia al ser… Lo que es sagrado para él no es sino la ilusión, pero aquello que es profano es la verdad.»

Feuerbach (la Esencia del cristianismo)

“Toda la vida de las sociedades en que reinan las condiciones modernas de producción se anuncia como una inmensa acumulación de espectáculos. Todo lo que antes era vivido directamente se ha alejado en una representación.”

Guy Debord (La Sociedad del Espectáculo)

Las reflexiones situacionistas, después de casi medio siglo, no sólo no han perdido actualidad sino que cada año que pasa aumenta su adecuación al contexto.

Durante todo el año estamos inmersos en la sociedad del espectáculo, pero si hubiéramos de buscar un paradigma que lo evidencie, lo encontraríamos sin duda en la época navideña.

En ella se concentran buena parte de los objetivos anuales de ventas de la sociedad de Mercado y para que los resultados comerciales resulten plausibles, tienen que ir acompañados de complejos y sofisticados mecanismos de representación de una realidad ficticia dirigida al consumo masivo que es aceptada de buen grado en muchos casos o en otros al menos como “inevitable”.

Además, el gran espectáculo de la Navidad, para ser adecuadamente digerido, debe contar con la coartada ética del “buenismo”. El resto de meses cualquier comportamiento puede ser entendido y convenientemente explicado, pero durante estas entrañables fiestas “tó er mundo é güeno” o al menos debe parecerlo.

El espectáculo se nos presenta como una realidad indiscutible. Lo que presentan ante nuestros ojos es bueno, porque lo que es bueno en estas fechas repletas de buenos sentimientos, acaba por aparecer ante nuestros ojos alucinados. La aparente tautología deviene incuestionable en su enmascarada falsedad. La actitud que la representación navideña demanda de nosotros es una aceptación pasiva y acrítica que en realidad, ya ha obtenido por su manera de presentarse sin derecho a réplica, por su monopolio de la apariencia.

No hay confusión posible entre medios y fines. Los medios son: el secuestro de nuestra racionalidad, el hechizo, la fascinación; los fines resultan evidentes: optimizar sus cuentas de resultados. Para ello, durante estos días todos somos niños. Una versión tan estereotipada y ñoña como fraudulenta de la infancia resulta el apoyo imprescindible para sus objetivos de negocio. El espectáculo navideño nos somete y humilla en la misma medida en que lo hace la economía capitalista.

En la sociedad neoliberal, el espectáculo no es sólo el complemento azaroso más apropiado para lograr sus fines económicos, sino su propia justificación, la base más apropiada sobre la que implementar sus trapicheos. En la Navidad, nada es inocente. Desde el gordo papá noel -¡ Ho, ho, ho!- tocando la campana a la puerta del centro comercial hasta el fastuoso belén que falsea el ritual del nacimiento de su dios para hacerlo coincidir con las fiestas del solsticio de invierno, nada es gratuito ni casual.

En la medida en que el deseo de poseer se convierte en necesidad, esa necesidad insatisfecha deviene pesadilla. Los valores se invierten y el poseer –aunque sólo sean objetos totalmente prescindibles- se impone sobre el ser. Todo tiene su lugar en la gran ceremonia de la confusión navideña y ya se sabe que a río revuelto… ganancia de vendedores.

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