¿Cómo puedo conocer lo que pienso

hasta que no vea lo que digo?”

(W.H. Auden)

Desde que Alfred Marshall publicará sus Principles, allá por el año 1890, catalogando la economía como disciplina específica, los factores de producción consignados tradicionalmente han sido tres: tierra, trabajo y capital. Todos ellos considerados como recursos escasos y susceptibles de usos alternativos para lograr el objetivo de satisfacer las necesidades humanas.

Incluso, una de sus estirpes teóricas más influyentes, la que va desde Adam Smith a Carlos Marx, pasando por David Ricardo y Pierre-Joseph Proudhon, postuló que el “trabajo” ocupaba el centro del sistema, y que de su cuantía y adecuada administración dependía el coste de producción de las mercancías. En gran medida, esa concepción valor-trabajo informó la etapa de la civilización industrial, en sus diferentes y continuados episodios de renovación, dando lugar a una dinámica social que gravitaba sobre la dualidad entre trabajo y capital. Las organizaciones obreras surgen y se institucionalizan al calor de esa perspectiva a la vez antagónica y concurrente.

Sin embargo, hoy esas certezas de antaño se están desvaneciendo a marchas forzadas. El trabajo ya no goza de la condición de bien intrínsecamente necesario sino que, por el contrario, comienza a ser excedentario y hasta superfluo. Diferentes olas de la revolución tecnológica han mutado la vieja concepción del homo faber como cemento social.

La utopía de una robótica liberalizadora que permitiera a la gente dedicarse a cosas más placenteras ya es formalmente una realidad, pero llega como distopía usurpadora. Irrumpe para disputar “la dignidad del trabajo” a las personas, excluyéndolas del proceso productivo y cuestionando su papel protagonista para “ganarse la vida”. Inútiles y prescindibles por su limitada eficacia, el paradigma de la historia cincelaba sobre el sagrado principio del trabajo toca a su fin.

Los síntomas están a la vista. El desmantelamiento del fugaz “Estado de Bienestar”, erigido gracias a las aportaciones de asalariados y empresarios (trabajo y capital) en periodos de desarrollo sostenido y empleo generalizado, no es solo el efecto de una brusca crisis económico-financiera. Su embestida anticipa la obsolescencia del factor humano en el ámbito mercantil ante la avasalladora presencia de las máquinas inteligentes.

La sociedad inspirada en la liturgia de la fuerza de trabajo se bate en retirada. El trabajo remunerado, razón vital de la humanidad contemporánea, es cada vez más ínfimo y degradante. Su desequilibrada y feroz competencia entre oferta y demanda hace estragos donde antes brillada la solidaridad de los productores. El declive de los partidos socialistas y los sindicatos de clase, atrincherados en sus respectivos numerus clausus, son espasmos de esa transformación imparable que progresa aniquilando empleo.

Una guerra que el capital está ganando sin apenas tener que dar la batalla porque llevamos al enemigo en las hormonas. Siempre se ha ritualizado el trabajo como un referente universal, con su correlato disciplinario de jerarquización, coerción y obediencia. Troquel del pensamiento único. Sin distingos ideológicos. Desde la derecha a la izquierda, liberales y fascistas, todos los ismos políticos conocidos desde la Revolución Industrial han sustentado sus propuestas de organización social sobre el altar del trabajo. Es la idea fuerza que todo lo justifica.

De ahí la resignación sistémica de muchas personas felizmente “ocupadas” ante el letal avance del paro y la exclusión entre los más vulnerables y desfavorecidos de su entorno. O la contumacia con que trabajadores fijos defienden su puesto en empresas y actividades nocivas y a menudo criminales (centrales nucleares, fábricas de armamento, industrias contaminantes, y un largo etcétera). No hay conciencia de clase ni lucha de clases porque el mundo del trabajo que hemos conocido desfallece.

La hegemonía de la automación y la robótica significa a la larga el inexorable declive de categorías políticas como “alienación” y “explotación”, bastiones de la doctrina socialista, la que predicaba “de cada uno según su capacidad y a cada uno según su trabajo”. También introduce un sesgo de negatividad en la distribución de la riqueza acorde con la contribución de los factores productivos, ya en plena minusvaloración del activo trabajo. De ahí la creciente precarización de la existencia en la sociedad capitalista del siglo XXI y su exponencial desigualdad carente de la necesaria racionalidad.

El grado de desempleo previsto en la madurez del capitalismo de última generación por el impacto combinado de la financiarización de la economía, las nuevas tecnologías y la robótica se aproximara al paro masivo del primer capitalismo fabril, aunque las características de ambas etapas son diametralmente opuestas, de abundancia en un periodo y de estrecheces en otro. Es como si la ley de rendimientos decrecientes se hubiera instalado funestamente en el proceso civilizatorio contra la mayoría asalariada, un “ejército de reserva” abandonado a su suerte. Todo lo cual entraña un imaginario social en el que la dominación, lejos de desaparecer, adquirirá formas de expresión más sofisticadas e inhumanas.

Pero no debería ser así de prevalecer las formulaciones de autodeterminación que fundamentaron la Primera Internacional de Trabajadores, la única que supo intuir el contexto opresivo inserto en el ideario estajanovista y la servidumbre anexa a la dependencia tecnológica. Desde ese punto de vista el fin del trabajo asalariado debería alumbrar la era de la autorrealización. El nuevo imperativo moral está en la amortización del trabajo, un término que en su etimología latina tripalium se utilizaba para designar el aparato utilizado para la tortura y el castigo de los esclavos. Pero para ese abordaje se necesita una nueva mentalidad y otro instrumental cívico. Y sobre todo, no valen las instituciones actuales cuya función principal es preservar el statu quo. Las señas de identidad de la sociedad del pos-trabajo deben prefigurarse, en la teórica y en la práctica, desde la experiencia de la libre asociación, poniendo todo el potencial que ofrece el arsenal tecnológico al servicio de un auténtico estado de bienestar generalizado.

En ese marco la pregunta obvia es saber si el sindicalismo que enrola a trabajadores será parte de la solución o del problema. Si sabrá reinventarse para asumir los retos de la invasión de las máquinas como criaturas del capital o se enrocará en sus esencias. Una tarea vedada a aquellas organizaciones que permanecen ancladas en la mística del trabajo y permeable a aquellas otras que, como el anarcosindicalismo, nacieron con metas menos corporativas.

Por su trayectoria histórica, el anarquismo y el movimiento libertario deberían liderar la gran reflexión sobre la convivencia de ir más allá del mercado laboral, aquí y en adelante. Y ello porque solo desde su óptica rupturista se puede construir un escenario consecuente contra la dominación del capital. Lo que no significa renunciar a tramos reformistas como la renta básica universal o la drástica rebaja de la jornada laboral sin merma salarial.

Aspectos que deberían considerarse como una gimnasia de mantenimiento para avanzar teleológicamente hacia desconexión mental. Sería un mal negocio asumir esos cambios imprescindibles a costa de privatizar servicios públicos esenciales como la sanidad y la educación, o consolidar regresiones en derechos como el seguro de paro, las pensiones y otros hasta anteayer insertos en el marco del ahora repudiado Estado de Bienestar. Eso supondría una transferencia de renta desfavorable y confiscatoria para el conjunto de la población bajo la especie de un populismo altruista, la nueva faz del panóptico capitalista en la era robótica. También los animales son parte de la clase trabajadora.

Al igual que la revolución, el trabajo tiene un pedestal en el devenir del movimiento obrero. Sol y sombra de una misma realidad, ha acompañado a sus luchas durante siglos. Ni siquiera en la disputa entre socialistas autoritarios y antiautoritarios se puso en cuestión el valor-trabajo. Marx y Bakunin lo insertaban en el centro de la emancipación, y los libertarios lograron su mayor ascendente social bajo el formato anarcosindicalista, como organización en defensa de los derechos y libertades de los trabajadores frente al capital. Pero fosilizar hoy esa taxonomía, por cierto también reivindicada en su día por la extrema derecha con el vehículo del nacional-socialismo, empieza a ser un anacronismo.

Eso ya lo entendieron los primeros demócratas griegos en su forma pervertida, y revolucionarios comprometidos como Paul Lafargue. La perspectiva de la automatización, la informatización y la robótica señala en la dirección de una exigencia: la de emanciparnos del trabajo mercancía. Porque de perpetuarse la primacía del homo faber corremos el riesgo, como teme Viviane Forrester, de terminar creyendo que “hay algo peor que la explotación del hombre por el hombre: la ausencia de explotación”. Es el tiempo de pensar en un mundo sin <<trabajos forzados>> y por tanto sin sumisión ni plusvalía. El mundo nuevo siempre presentido por la humanidad.

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