¿Qué pasaría si los partidos y sindicatos representativos, por ser los más votados, tuvieran que ser subvencionados en su actividad institucional por sus electores, y no, como ocurre en la realidad, por todos los ciudadanos, votantes y abstemios?
“Crear partidos nuevos supone volver a lo antiguo”
(Miren Etxezarreta)
“Los partidos políticos te despersonalizan, son una trampa”
(Manuela Carmena)
Los términos partido e izquierda se han hecho incompatibles. Tuvieron su momento de gloria allá por el primer tercio del siglo veinte, pero hoy son marcas espectrales, entes mantenidos artificialmente. Los partidos modernos, incluso los emergentes que se dicen portadores de la nueva política, están concebidos para llegar al poder a cualquier precio (la función crea el órgano).
En palabras de Íñigo Errejón, el “gramsci” startup de Podemos, “la misión de un revolucionario es ganar, y para eso se necesita un partido nacional popular”. Nada nuevo bajo el sol. Ninguno más nacional que el Partido Popular (PP). Para obtener lo que otros pierden, copando el gobierno si se tercia, se necesita ser colega, lo que conlleva mimetizarse con el entorno.
Es decir, conquistar al mayor número de población votante, el cuerpo electoral que otros ponen cabeza, y eso se hace consiguiendo que la mayoría social vote en la dirección conveniente. Un tropismo interactivo entre objeto y sujeto que inevitablemente desemboca en el conservadurismo. Aunque en realidad el término adecuado sería “conformismo”, porque cada día son más las cosas nobles en peligro de extinción que hay que conservar (universales como la naturaleza, la libertad, la vida, la dignidad, la justicia, la solidaridad, etc.).
Es lo que durante decenios capitalizó el PSOE con su apelación a ser la representación del centro del tablero político, ni derecha ni izquierda sino todo lo contrario y ambas cosas al mismo tiempo. Una ambigüedad calculada y pendulante. Lo que ocurre es que la sociedad real está en movimiento continuo por causas sobrevenidas, y en colectividades complejas como las actuales del mundo globalizado el óptimo-almendra depende de grosor de la cáscara.
De ahí que las formaciones recién fletadas deban ingeniárselas para hacer virtud de las necesidades de sus adversarios. Pablo Iglesias creyó encontrar esa piedra filosofal en los medios de comunicación, y especialmente en las televisiones, sobre todo privadas, las que tutela el Ibex. Lo dijo en una de sus primeras ponencias: “no se milita en los partidos, se milita en los medios”.
Pero el problema es que, incluso con la prótesis de la pértiga mediática, semejante tarea precisa resolver el enigma de cómo lo que es solo una “parte” (el partido) puede asumir el aval del “todo” (o de la mayoría). Desde la izquierda verbalizada solo hay dos caminos, no excluyentes, para semejante audacia: desnaturalizando la ideología de cabecera y/o reinventándose como aparato totalizador.
Entonces vienen los conceptos añadidos de “patriotismo”, “populismo”, y otros del género epiceno-común para abarcar el máximo posible. El resultado está en la constitución vigente, cuyo artículo seis otorga a los partidos la condición de “instrumento fundamental para la participación política”. Con ese patrocinio, unas siglas que cuenten con 200.000 afiliados pueden ser refrendadas por ocho millones de ciudadanos, y de ahí encaramarse al gobierno de un país de cuarenta y seis millones. Es la hegemonía del algoritmo. Todo subvencionado, gratis total, porque el Estado corre con los gastos, a costa del peculio de votantes y no votantes, ya que, aquí sí, nadie puede declararse objetor.
Y fin de la historia de cómo la parte se convierte en el todo. Desde un origen tendencioso, el partido se modula estratégicamente para ser mayoría y termina holístico como legatario de la voluntad general. Pero solo en apariencia (en la percepción ajena), porque logrado el podio lo siguiente consiste en llenar todos los intersticios de poder (RTV; Judicatura; Tribunal de Cuentas; altas Magistraturas; Administración de Justicia, etc.) con acólitos y recomendados, como lógica contraprestación hacia los no adscritos o diferidos que con su apoyo económico-financiero-mediático han aupado la causa. A ese despojo hay que añadir la falacia de una separación o división de poderes mediante un sistema de controles y balances (checks and balances) que yace devastado por la supeditación del Estado de Partidos a instituciones opacas y ademocráticas (FMI, BM, BCE, etc.).
El populismo en auge nace como revancha de esta dolosa indigencia. Su punto de ignición está en ese momento, generalmente auspiciado por una crisis, en que la gente rompe el hechizo y se rebela contra sus tradicionales domadores en demanda un nuevo jefe de pista. Un exceso de sociologismo primario como antídoto al unidimensional individualismo mercantil, que posterga como adverso el necesario desplegué de la individualidad, fomenta el gregarismo político que necesita para despegar. Porque el populismo así decantado (el pueblo unido jamás…) destruye la pluralidad natural y reconstruye el partido único bajo la especie de la soberanía de la plebe. Se trata, pues, de una salida en falso, que devuelve el problema a sus orígenes plebiscitarios.
Ni el partido clásico (un bando) ni la rebelión de las masas (una banda) significan nada nuevo, sino una regresión. Especialmente porque el presente incuba una catarsis sistémica, de la estirpe mutante que ha ido configurando los ciclos históricos, y en tales circunstancias ya no sirven los sucedáneos y recauchutados. En la nueva etapa de la humanidad en ciernes nos enfrentaremos a nuestro propio límite como homo faber. La amenaza de colapso ambiental ha entrado en el terreno de las posibilidades y la generalización de la cibertecnología (robot, drones, informática, etc.) anticipa el ocaso del trabajo humano como activo de producción. Entramos en una etapa de “no dominación” de la naturaleza mientras el factor “fuerza de trabajo” declina, y con ello vectores consuetudinarios como la alienación y la explotación que han escoltado la dinámica social a escala desde la era industrial.
Hoy hay que poner las luces largas para vislumbrar lo que avecina. Un futuro en puertas que precisa una reinvención política de la democracia que oponga valores humanos a la prácticamente inevitable globalización mercantil, o su despojo ultranacionalista del capitalismo patrio que representan los Trump, Le Pen, Putin y demás neocons. El actual impasse “populista” es solo un receso asertivo para cargar baterías. Luego vendrán con fuerzas renovadas los tics de siempre. De ahí que parezca lógico oponer nuevo frenos y contrapesos al vórtice dominante. Una globalización económica comercial y financiera solo puede ser repicada si se la opone algo radicalmente distinto, de abajo-arriba, descentralizador, desmercantilizado, inclusivo, ecológico, libertario, antipatriarcal, horizontal y confederal. Una democracia de proximidad que ubique el deber moral en el corazón de la esfera pública y refute la religión del trabajo que anida en los determinismos económicos a diestra y siniestra.
Frenar esa rueda del hámster, superar el cromosoma del galgo, en que se ha convertido la experiencia vital, exige tomar partido más allá del perímetro tasado de los partidos y su prosopopeya. Lo que implica evitar sus cantos de sirena continuistas y admitir que el partido-corporación es una organización que reproduce abusivamente las relaciones de poder. Patología profusamente analizada por Moisei Ostrogorski en el temprano 1912. El primer sociólogo en recordarnos el olvidado carácter pre-democrático, fraccional y competitivo de los partidos y la necesidad de un desarrollo de la democracia mediante agrupaciones cooperativas de ciudadanos libres, añadiendo: “si la democracia no logra llenar sus formas de un contenido moral y ajustar su modo de actuar a ese contenido, correrá la misma suerte que las anteriores civilizaciones políticas, que han perecido por no haber sabido realizar la libertad” (La democracia y los partidos políticos).
De ahí que la arraigada práctica de la representación política, como forma de empoderar al Estado de Partidos, constituya la principal superstición que nos impide vivir la democracia. Nos gobierna la caverna. O dicho en bonito con palabras del Marx que aún no se había hecho “marxista”: “la tradición de las generaciones muertas oprime como una pesadilla el cerebro de los vivos”. ¿Qué pasaría si los partidos y sindicatos representativos, por ser los más votados, tuvieran que ser subvencionados en su actividad institucional por sus electores, y no, como ocurre en la realidad, por todos los ciudadanos, votantes y abstemios? No estamos ante una crisis económico-financiera, sino ante una mutación civilizatoria, y de nosotros depende aprovechar la oportunidad (kairós) para decir adiós a todo eso. ¡Atrévete a pensar!
(Nota. Este artículo se ha publicado en el número de febrero de Rojo y Negro).