Al defender los beneficios extraordinarios del oligopolio eléctrico mientras el Gobierno trata de frenar la subida de la luz, tanto el Partido Popular como Vox acaban de revelar claramente que los intereses que defienden no son los de todos los españoles ni los de la inmensa mayoría de las empresas.
Por el contrario, el presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, está haciendo lo que debe: tomar las medidas que están en manos de su gobiernos para frenar la escalada y dirigirse a las autoridades europeas para reclamar reformas en la regulación del mercado eléctrico.
El Gobierno hace bien porque lo que que está pasando en los últimos meses con el recibo de la luz, en todos los países europeos y no solo en el nuestro, es consecuencia directa de grandes errores de las normas y políticas europeas en materia de energía eléctrica.
Como a estas alturas es bien sabido, las circunstancias que están haciendo que suba el precio de la luz en todos los países europeos son de doble naturaleza. Unas son coyunturales, como el encarecimiento del gas que incide en los precios de producción de la energía que usa esa fuente; o la subida del precio de los bonos de CO2 que han de comprar las empresas que contaminan.
Pero ambas circunstancias coyunturales no tendrían por qué producir un impacto tan grande como el que están produciendo en el precio final de la luz si no fuese por una serie de condiciones estructurales que la Unión Europea ha ido imponiendo desde 1987.
Ese año entró en vigor el Acta Única con el fin de crear un mercado único europeo, un objetivo que lógicamente debería extenderse también al eléctrico.
Siguiendo los mismos principios neoliberales del Acta (cuyo texto copió casi literalmente un documento elaborado por unas cuarenta grandes empresas europeas lideradas por Phillips), las primeras medidas en materia de energía eléctrica (1996) se orientaron a dar un mayor protagonismo a las empresas y los mercados, limitar la intervención estatal y conceder más libertad para que las empresas crearan nuevas instalaciones, accedieran a las redes comerciales y tomaran posiciones en los mercados tansnacionales.
Se pretendía, según se decía entonces, que la normativa europea (traducida en una segunda Directiva en 2000) consolidase un mercado eléctrico de libre competencia que proporcionara producción óptima, precio competitivo y un incremento del intercambio entre las diferentes naciones que impulsara el crecimiento económico, el empleo y el desarrollo de las mejores tecnologías de producción eléctrica. Bonitas palabras que cautivaron a muchos incautos.
A partir de ahí, todas las medidas que ha venido adoptando la Unión Europea en relación con el mercado eléctrico y, por tanto, con incidencia sobre el precio de la luz se derivan de la asunción de ese principio básico: el mercado en el que actúan la oferta y la demanda de energía eléctrica (un bien como cualquier otro) es de libre competencia y lo único que deben hacer los gobiernos es velar para que siempre se den «condiciones de competencia equitativas» y normas aplicadas a las empresas eléctricas transparentes, proporcionadas y no discriminatorias (Directiva UE 2019/944, art. 3.4).
Para ello, se obliga a los Estados a que garanticen que los precios se formarán en función de la oferta y la demanda y que las normas del mercado alentarán su libre formación (Reglamento UE2019/943, art. 3). Y, finalmente, se establece que el precio mayorista (el que se paga a las empresas productoras) se fije siempre según el principio de «precios marginales» que significa, como ya se sabe bien, que todas las ofertas realizadas tendrán el mismo precio y que este será el de la última; es decir, el de la más cara.
¿Por qué afirmo que la Unión Europea es la responsable última de la subida tan extraordinaria y dañina para toda la economía que se viene produciendo en el precio de la luz? Sencillamente, porque la experiencia ha demostrado que los principios que han inspirado toda su normativa eléctrica se basan en cuatro supuestos completamente falsos y, por tanto, de consecuencias desastrosas.
1. Es falso que la luz sea un bien como cualquier otro y que, por tanto, pueda ser suministrado y comprado óptimamente recurriendo tan solo a un mercado, por muy de libre competencia que este sea.
La razón de por qué este principio inspirador de las normas europeas es falso las puede entender cualquiera. En primer lugar, la luz es un bien de primera necesidad para empresas y hogares y su provisión no puede quedar supeditada a los vaivenes de los mercados que simplemente buscan proporcionar beneficio privado. En segundo lugar, porque la luz no se puede almacenar, como otros bienes, y no tiene sentido que cada empresa productora invierta y construya su propia red de transporte. Es, por el contrario, los que los economistas llamamos un monopolio natural. Algo, como no puede ser de otro modo, que funciona en condiciones y con resultados radicalmente distintos a los que proporcionan mercados donde predomine la competencia.
2. Es también completamente falso que los mercados eléctricos de los países europeos sean de libre competencia. Cualquier persona mínimamente informada sabe que en ellos hay un oligopolio, un grupos de tres, cuatro o cinco grandes empresas que se lo reparten y controlan.
Es un error colosal de la Unión Europea tratar a un mercado oligopolista como si fuera de libre competencia. Y quien no entienda bien las consecuencia de esa diferencia que meta en su casa un tigre y lo trate como a un gatito casero.
3. Es igualmente falso que un mercado oligopolista en el que a) se da cada día más poder a las grandes empresas, b) se limitan los contrapesos estatales, y c) no hay una auténtica política energética común, pueda tender al equilibrio territorial y a la convergencia que favorezca el comercio transnacional a los mejores precios en todos los territorios.
4. Finalmente, es falso que el sistema de precio marginalista pueda dar lugar a un precio estable y de competencia, como decían las autoridades europeas, mientras se deje que las empresas del oligopolio manipulen los mercados, por ejemplo, al integrarse verticalmente, como ocurre de facto en Europa. Una situación que les permite vender y comprarse a sí mismas, influyendo así en las cantidades y precios que se negocian en el mercado para restringir la oferta si les conviene y elevar los precios.
Y es falso también que ese sistema marginalista de fijación del precio pueda incentivar la entrada de nuevas empresas de tecnologías más baratas (renovables) si no hay una política pública que favorezca las inversiones y que no dependa de los intereses y el poder de las empresas que ya dominan el mercado porque estas, lógicamente, no van a permitir que aparezcan sus competidoras.
Las consecuencias de los «errores» de la Unión Europea que llevaron a dictar normas basadas en estas falsedades eran previsibles y la experiencia las ha mostrado con plena evidencia:
– No solo se han mantenido los oligopolios nacionales sino que, además, se ha favorecido la aparición otros de escala europea.
– No se ha generado el desarrollo esperado de las transacciones entre naciones.
– Ha aumentado la dependencia de fuentes exteriores, algo especialmente gravoso cuando alguna se encarece mucho, como ahora ocurre con el gas.
– Carencia de una política común de desarrollo de las energías renovables, lo que ha llevado a una gran asimetría en la producción, el suministro y la dependencia de los países, y a que no se pueda frenar el precio de la luz cuando se encarecen las tecnologías más caras, como está pasando ahora.
– Sin esta última política, el sistema marginalista se han convertido en una fuente de beneficios extraordinarios («caídos del cielo») para las empresas de los oligopolios que ofertan energías más baratas, encareciendo así la factura final de los consumidores.
La presunción que guio a las autoridades europeas para establecer este sistema es tan ilusa que cuesta trabajo creer que realmente se creyera en eso. Como he dicho, consideraban que el sistema marginalista no era de temer, desde el punto de vista del precio final, porque si alguna energía se encarecía demasiado se harían más rentables otras más baratas que la sustituirían. Un razonamiento iluso porque es obvio que si eso pudiera producirse sería, en todo caso, a medio o largo plazo. A corto plazo, como está ocurriendo ahora, la tarifa marginalista dispara el precio porque es materialmente imposible construir nuevas centrales de un día para otro.
Incluso tampoco es fácil creer que ese efecto se produzca a medio o largo plazo si la entrada de nuevas empresas más baratas se deja de la simple mano del mercado. Por un lado, porque se precisan inversiones iniciales muy fuertes que difícilmente se pueden llevar a cabo sin políticas públicas adecuadas. Y, por otro, porque ese efecto previsto de bajada de precio es justamente un factor que desmotiva las inversiones a largo plazo.
– Por otro lado, esa dificultad para financiar nuevas inversiones sin que haya habido planes paneuropeos de inversión es lo que ha permitido y favorecido una amplia presencia del capital bancario en el sector eléctrico. Un oligopolio se ha echado sobre otro, y así se limita aún más la escasa competencia y se introduce una lógica espuria en el mercado de un bien que, como he dicho, es de primera necesidad.
Para finalizar, y como una especie de guinda que está inyectando aún más carburante a la subida de los precios de la luz, los dirigentes de la Unión Europea también ha llevado a cabo otra política errónea que está aumentando sin cesar los costes de producción eléctrica.
Como he dicho, parten de la base de que el mercado es de libre competencia y que, por tanto, si se encarece un bien o materia prima, se utiliza otro. Para contribuir a que se produjese ese efecto crearon los llamados bonos de carbono, unos títulos que han de adquirir las empresas contaminantes y que encarecen el coste de su producción, incentivando la entrada de nuevas tecnologías más baratas. Y con el fin de que ese incentivo funcionara a pleno rendimiento, la Unión Europea lleva a cabo una estrategia constante orientada a subir su precio.
Además, los ha convertido en instrumentos financieros, dando pie a que los fondos de inversión alteren el mercado con sus maniobras puramente especulativas que elevan aún más el precio. Y, en el colmo de la sinrazón, la Unión Europea permite que las empresas contaminantes que han de comprar esos bonos trasladen su coste al precio, de modo que al final no se produce el efecto incentivo pero sí una factura más cara para las empresas productivas y los hogares.
En fin, las decisiones de la Unión Europea basadas en presupuestos falsos han producido consecuencias desastrosas y por eso podemos decir que sus autoridades son las responsables últimas de que el precio de la luz se esté disparando en todos los países europeos. Es verdad que de modo desigual en todos ellos, según sea el diferente poder del oligopolio nacional, pero constituyendo, en todo caso, el origen común del problema.
Es por todo ello que Pedro Sánchez y sus ministras hacen lo correcto al reclamar reformas en profundidad a la Unión Europea.
Deben reclamar la reforma del sistema mayorista y establecer topes máximos y mínimos en el marcado mayorista, que se exija transparencia a las empresas eléctricas para evitar sus ingentes beneficios disimulados porque sobrevaloran los costes y mueven de un lado a otro sus cuentas, acabar con los fraudes en la comercialización, establecer una política común de peajes y un plan europeo de desarrollo de renovables que no dependa del interés del oligopolio ni de la especulación financiera, nacionalizar las redes de transporte de electricidad e incluso las de distribución descentralizada, para ir empezando.
No será fácil lograrlo si los grupos parlamentarios europeos y nacionales de la izquierda (los de la derecha ya sabemos a quién defienden) siguen manteniendo el silencio desolador que mantienen (al menos de puertas a fuera de sus despachos y salas de reunión) y si la gente corriente no apoya a quienes defienden sus intereses.