Mientras los trabajadores pasaban hasta 18 horas al día en las líneas de producción, los empresarios se enriquecían con contratos precarios, rebajas salariales y penalizaciones a los impávidos que se atrevían con el proselitismo sindical. Como decían Simone de Beauvoir, “toda opresión genera un estado de guerra” y las clases obreras, hartas de ser utilizadas como un simple engranaje más de la maquinaria del floreciente capitalismo, comenzaron a organizarse para plantar cara al poder omnipotente de los propietarios.
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