A través de este artículo de Alicia Ziccardi pretendemos girar nuestra mirada a la grave problemática urbanística en latinoamérica, la cual guarda cierto paralelismo con dinámicas que podemos percibir en nuestro entorno. Extraído de: https://elpais.com/elpais/2015/04/05/contrapuntos/1428212831_142821.html
En el marco de una nueva oleada modernizadora del
espacio urbano – impuesta para adecuar el territorio a los
requerimientos de la economía global – las ciudades han transformado
rápida y profundamente no sólo su fisonomía, sino también las
relaciones entre la economía, la sociedad y el territorio. Se trata
de construir nuevas relaciones que sustituyan a las construidas
durante el proceso industrializador fordista característico del
siglo XX. En este contexto uno de los rasgos que signa el
espacio urbano en la región es la expansión de las condiciones de
pobreza y desigualdad.
En este sentido, las ciudades latinoamericanas no
sólo son la expresión espacial de profundas desigualdades
económicas y sociales sino que son producto de un intenso proceso de
apropiación y uso del espacio urbano de corte neoliberal, generador
de nuevas y diferentes inequidades en el acceso a los bienes y
servicios de la ciudad. Precisamente son estas desigualdades urbanas
las que modifican y amplifican las desigualdades estructurales que
han caracterizado históricamente a nuestras sociedades.
Por ello interesa analizar particularmente las
dinámicas urbanas de las grandes regiones urbanas (como Ciudad de
México, San Pablo o Buenos Aires), en las que existen marcadas
desigualdades territoriales asociadas a procesos de
diferente naturaleza. Por un lado, se trata de particulares procesos
de pobreza urbana y segregación residencial. Por otro, de obstáculos
que persisten para el ejercicio pleno de la ciudadanía y los
desafíos que enfrentan los nuevos movimientos sociales urbanos para
hacer efectivo el derecho a la ciudad.
Desigualdades estructurales y
refuncionalización del espacio urbano
Como lo ha señalado Manuel
Castells las ciudades son el motor de la economía y
asumen el papel de ser los principales medios productores de
innovación y riqueza. Más aún actualmente son el espacio de flujos
y redes de capital que desterritorializan la producción, el espacio
propicio para generar condiciones de competitividad urbana que logren
atraer y retener la inversión y generar empleo.
Sin duda, las ciudades albergan los sectores
económicos más modernos de la sociedad del conocimiento, generando
empleos bien remunerados para la mano de obra que posee alta
escolaridad formal y que se inserta los servicios avanzados (la
banca, las finanzas, la informática). En particular, se crean elites
gerenciales que viven en barrios o zonas exclusivas de la ciudad
acordes a sus altas expectativas de vida.
También viven en las ciudades los sectores medios
de la población, conformados por heterogéneos conjuntos sociales
que se insertan predominantemente en las actividades propias de los
servicios a la producción y los servicios personales. Estos sectores
logran obtener remuneraciones adecuadas, seguridad social y acceder a
múltiples opciones habitacionales en función de su capacidad de
ingreso. Sin embargo, la principal es la adquisición o la renta de
una vivienda en conjuntos habitacionales.
Pero en un contexto modernizador el hecho
socio-económico más contrastante de las grandes regiones urbanas es
su evidente desindustrialización y la expansión de actividades del
terciario de su economía. Se trata de diferentes formas de empleo
precario e informal, muchas veces íntimamente vinculadas a la
economía global, pero de muy baja productividad, propias de los
servicios personales y del comercio popular pero que permiten obtener
un ingreso que en ocasiones es mayor que el de la industria
manufacturera. Este es el principal mercado de empleo de los
trabajadores con baja o nula calificación que en el caso del
comercio popular de calle se apropian de espacios y que confronta
cotidianamente el derecho al trabajo con el derecho a la ciudad
generando condiciones de conflictividad social y poniendo en tensión
el ejercicio de gobierno y de administración urbana de las
autoridades locales. Para estos sectores populares la principal forma
de habitación es en barrios populares que han tenido distintas
denominaciones en las diferentes ciudades de la región (favelas,
villas miseria, colonias populares o barriadas) y que se caracterizan
por ser el resultado de masivos procesos de auto-producción de
viviendas, en terrenos baratos o invadidos, los cuales gradualmente y
muchas veces a partir de la lucha social son dotados de
infraestructuras y equipamientos básicos.
El resultado de este mosaico de intensas
transformaciones económicas y territoriales registradas en muchas
ciudades latinoamericanas, en las tres últimas décadas, lleva a que
estos espacios urbanos pierdan su principal función de ser un
mecanismo de integración social, tal como lo había observado el
sociólogo italo-argentino Gino
Germani en sus tempranos análisis sobre el populismo.
A cambio de ello, surge una nueva morfología urbana, grandes
regiones urbanas, dispersas y fragmentadas, en las que persisten o se
profundizan las desigualdades socio-económicas y territoriales.
Pobreza urbana y desigualdad territorial
Las relaciones entre las condiciones de pobreza y
desigualdad de ingreso que se registra en las ciudades de la región
son complejas y su evolución no muestra necesariamente el un
comportamiento o tendencia únicos. Un
estudio reciente de ONU-HABITAT y la Corporación Andina de Fomento
(CAF), realizado en nueve ciudades, indica que la
disminución de la población pobre no necesariamente significó una
disminución la desigualdad de ingresos. Se observa que en
Montevideo, Lima y Panamá la brecha del ingreso se redujo; en el
Alto y en Santiago se incrementó; en Santo Domingo, La Paz, Quito y
Buenos Aires se mantuvo estable. Por ello puede afirmarse que no
existe una tendencia única entre la evolución de la pobreza y la
desigualdad de ingresos en las ciudades latinoamericanas.
Ahora bien muchos académicos han señalado ya
que, tanto la pobreza y como la desigualdad, son fenómenos muy
complejos cuyo análisis no puede restringirse a la dimensión
económica; requieren adoptar una perspectiva multidimensional
utilizando indicadores tales como: educación, salud o a los bienes
de la ciudad cuyo acceso, calidad y distribución suele ser muy
inequitativo.
Por ello conviene definir los límites
conceptuales que existen entre la pobreza y la desigualdad urbana ya
que son conceptos que aunque suelen usarse indistintamente y están
interrelacionados son sustancialmente diferentes. La pobreza es un
complejo proceso de privación y escasez de recursos económicos
sociales, culturales, institucionales, políticos y también
territoriales que afecta a los sectores populares y que está
asociado principalmente a las condiciones de inserción que
prevalecen en el mercado de trabajo: inestabilidad, informalidad,
bajos salarios, precariedad laboral. En cierta medida a diferencia de
la pobreza rural, que es principalmente pobreza alimentaria
y de capacidades, la pobreza urbana es patrimonial, está
vinculada a las dificultades para acceder a los bienes básicos de la
ciudad, principalmente vivienda, equipamientos y servicios urbanos,
transporte o espacios públicos. Por ello como apuntó Townsend en
los años setenta del siglo pasado, la pobreza urbana es una pobreza
relativa al estándar de vida que es aceptado en una sociedad y
un tiempo dado, que está más vinculada a la distribución de los
recursos que ofrece la ciudad que a los ingresos de cada ciudadano,
que debe vincularse con los patrones y las trayectorias de vida, las
costumbres y las actividades particulares que se realizan en el medio
urbano. Esto lleva a afirmar que el alto porcentaje de los hogares
urbanos pobres en nuestras ciudades es principalmente consecuencia de
las bajas remuneraciones que perciben grandes mayorías que se
insertan de manera precaria en el sistema productivo, del desempleo
puede afectar a varios miembros de una familia, del peso de los
hogares para mujeres que son jefa de familias y que se incorporan en
el mercado de trabajo de manera desventajosa, recibiendo menores
remuneraciones y del elevado número de jóvenes que no logra dar
continuidad a sus estudios de nivel medio superior ni incorporarse
plenamente al sistema productivo.
Pero también es cierto que a este proceso de
acumulación de desventajas sociales que deben aceptar estos
colectivos sociales se agregan las desventajas urbanas que genera la
localización de las viviendas que habitan, ya sea en zonas centrales
degradadas o en masivas periferias urbanas cada vez más lejanas,
donde autoproducen precarias viviendas en terrenos de muy bajo
precio, carentes de infraestructuras y equipamientos adecuados. En
otros casos se trata de viviendas completas en grandes conjuntos
habitacionales que son adquiridas a través del financiamiento que
otorgan organismos públicos. Se trata de los financiamientos que
otorgan los organismos responsables de administrar los ahorros de los
trabajadores que acceden a la seguridad social y que forman parte de
las políticas de vivienda diseñadas y aplicadas por los gobiernos
nacionales. Lo cierto es que estamos en presencia de un proceso de
urbanización de la pobreza, es decir, que el peso de la población
urbana pobre en el total nacional de los pobres es cada vez mayor
respecto a la población rural.
La desigualdad, en cambio, es un concepto
relacional, de diferencias y dispersión de la distribución del
ingreso y de los recursos en una sociedad. Es claro entonces que la
desigualdad está fuertemente relacionada con la pobreza, pero
también con la riqueza. Esto es así aun cuando se pueda constatar
que dado un ingreso medio, cuanto más desigual es la distribución
del ingreso mayor será el porcentaje de la población en situación
de pobreza. Pero a ello se agrega que en las grandes ciudades es
donde las formas diferenciadas de acceso y calidad de la vivienda y
los bienes y servicios colectivos – agua, drenaje, equipamientos,
espacios públicos o transporte de calidad- son indicadores
inequívocos de grandes desigualdades que existen en el territorio.
Desigualdades urbanas y segregación
residencial
En el estudio de ONU-Habitat
y la CAF al que ya se hizo referencia se afirma que
cuando los procesos de desigualdad de ingresos se acentúan, los
ricos se auto-segregan en condominios y los pobres en la periferia.
Cuando esto ocurre se agudiza la condición de ciudades divididas,
fragmentadas y segmentadas. Pero lo importante es reconocer las
diferencias que existen entre estos dos tipos de procesos de
segregación residencial aún cuando lo común de ambos es la
amplificación de las desigualdades estructurales que se observa en
nuestras sociedades.
En el caso de los procesos de segregación de los
sectores populares es el acceso a suelo barato lo que ha determinado
la concentración de amplios segmentos de trabajadores de más bajo
ingreso en barrios de autoproducción social de viviendas, carentes
de equipamientos y servicios, los cuales se han ido consolidando con
el trabajo colectivo y familiar realizado por sus habitantes y por su
capacidad de lucha y negociación frente a los gobiernos locales,
responsables de la provisión de estos bienes colectivos de la
ciudad.
Pero en el caso de México, más recientemente, se
asiste a procesos de segregación residencial de naturaleza diferente
producidos por la política de vivienda impulsada desde principios de
las década del 2000 por el gobierno federal para lo cual se creó la
Comisión Nacional de la Vivienda. La misma se funda en procesos de
desregulación del uso del suelo de origen ejidal o comunal y en la
disponibilidad de los recursos de los fondos de vivienda de los
trabajadores que pasan a ser administrados privilegiando criterios
financieros y no de política social. Debe decirse que la ambiciosa
meta cuantitativa de producir cientos de miles de viviendas anuales
fue alcanzada gracias la existencia de una industria de la
construcción en la que se advierte la presencia dominante de un
pequeño número de grandes grupos de desarrolladores inmobiliarios
que poseen mucha experiencia en el submercado de la vivienda popular
y que pudieron expandir su producción recibiendo subsidio
gubernamental. Sin embargo, el objetivo de abatir el déficit
cuantitativo de la vivienda no alcanza a cubrir la demanda de los
sectores de menores recursos, sino a cubrir en el mejor de los casos
logra atender las necesidades de los sectores medios bajos. La oferta
es principalmente de masivos conjuntos habitacionales ubicados en la
periferia cada vez más lejana, en terrenos baratos y en conjuntos
constituidos por casas de muy pequeño tamaño que condenan a las
familias al hacinamiento; sus diseños y materiales son de baja
calidad y muchas veces de la infraestructura, los equipamientos
básicos y de recreación que debe ofrecer cualquier ciudad.
Por ello puede decirse que la presencia de estos
nuevos y masivos barrios periféricos acrecienta las desigualdades en
las ciudades del siglo XXI ya que se construyen muchas vivienda y muy
poca ciudad. Ante esto la respuesta de las familias trabajadoras que
adquirieron una de estas viviendas, principalmente con la intención
de mejorar su calidad de vida y construir un patrimonio familiar, ha
sido abandonarlas masivamente lo cual trae como consecuencia el
deterioro de ese parque habitacional y la creación de condiciones
para que prolifere en estos espacios el vandalismo y la violencia.
En el lado opuesto están los procesos de
suburbanización producidos por una oferta de vivienda en enclaves
periféricos de clase alta, que pretenden materializar valores como
la privacidad, la exclusividad, el medio ambiente saludable, la
seguridad privada y las actividades sociales. Estas nuevas formas
urbanas, que son formas de autosegregación de las clases altas,
también constituye una oferta de vivienda segregada, productora de
un enclave urbano sin conexión con estructura urbana consolidada ni
con la ciudad central, debilitando el sentido de pertenencia y
exigiendo que se inviertan muchas horas de traslado en carro
particular lo cual genera efectos ambientales negativos. Lo cierto es
que éstos y otros procesos de periferización de la
vivienda constituyen fuentes de grandes desigualdades urbanas y
sociales.
Ambos procesos están presentes en la mayor parte
de las grandes ciudades latinoamericanas y son considerados por la
ciudadanía como las principales causas de las marcadas desigualdades
urbanas actualmente existentes. Según una
encuesta de percepción realizada por ONU-HABITAT la
localización de los barrios de la ciudad es considerada el principal
componente de la desigualdad urbana. Así, el 37% de los
entrevistados consideró que son los barrios pobres y el 34% que eran
las urbanizaciones cerradas, producto de la autosegregación de las
elites.
Pero no es sólo la vivienda y su localización
sino el acceso a los equipamientos servicios básicos otros de los
indicadores que expresan claramente el vínculo entre pobreza urbana
y desigualdad terrritorial. Mientras que en las grandes regiones
urbanas los sectores populares que viven en la periferia pasan por
todo tipo de penurias cotidianas para acceder al agua en los barrios
de las clases altas la dotación está ampliamente garantizada y los
excesos en su consumo suelen ser penalizados sólo a través tarifas
más altas. Por ejemplo, en la Ciudad de México, el acceso al agua
por día por habitante es marcadamente inequitativo. El promedio del
Distrito Federal es de 327 litros por habitante y por día. Una de
sus divisiones administrativas internas, denominada Cuajimalpa,
dispone de una dotación es de 525 litros, porque allí se localiza
un enclave de modernidad denominado Santa Fe, que es el espacio de
trabajo y de vida de las elites gerenciales y las clases altas.
Mientras que en otra denominada Tláhuac, una de las demarcaciones
más pobre que aun conserva actividades rurales de la ciudad, sus
habitantes sólo cuentan con cuenta con 177. Es decir la diferencia
entre estas zonas de la ciudad es casi de 3 a 1 e indica las
dificultades que tienen los sectores populares de la capital para
hacer efectivo su derecho al agua.
Pero además otros indicadores tales como
hacinamiento y calidad de los materiales de las viviendas, la
existencia de espacios públicos abiertos o el acceso a los servicios
de basura, transporte público o alumbrado público, tienen
comportamientos particulares. Sin embargo, cada uno nutre el proceso
de acumulación de desventajas urbanas que comparten ciertos
colectivos pobres de la ciudad y que, como afirmamos, amplifican las
desigualdades socio-económicas y ponen en evidencia el cúmulo de
obstáculos que existen para el ejercicio pleno de los más
elementales derechos ciudadanos.
Ciudad, ciudadanía y gobernanza local
democrática
Debe decirse que a pesar de que América Latina es
la región más desigual del mundo, en la última década se registra
una disminución de la desigualdad del ingreso, medida según el
coeficiente de Gini. Sin duda, estas mediciones presentan
dificultades ya que sus resultados son altamente sensibles a la
unidad de análisis territorial considerada, puesto que no es lo
mismo medir la desigualdad de la ciudad central o sus divisiones
internas que de la gran región urbana donde se registran
principalmente los procesos de segregación residencial que
describimos. Pero además de estas primeras mediciones puede
corroborarse que ha habido un paulatino mejoramiento de la calidad de
vida de los barrios populares más centrales, principalmente por
tener actualmente una mejor dotación de infraestructura social y
equipamientos básicos.
Sin embargo, es mucho lo que resta por hacer para
que existan espacios urbanos en los que prevalezcan condiciones
materiales y ambientales dignas, haciéndose efectivos los derechos
ciudadanos para todos los habitantes de nuestras ciudades,
transitando por el camino de construir ciudadanía, de hacer de los
habitantes de las ciudades, ciudadanos con derechos cívicos,
sociales, culturales, políticos y urbanos.
En un contexto en el que se acrecientan
las desigualdades y la pobreza no cede terreno, es difícil lograr la
democratización de la gestión urbana y, por el contrario, existen
las condiciones propicias para que persistan las viejas prácticas
clientelísticas de intercambio de bienes básicos por votos lo cual
no permiten avanzar en la construcción de una gobernanza local
democrática.
Esto se traduce en cierto desencanto por la
democracia representativa como forma de gobierno capaz de garantizar
una mejor calidad de vida para el conjunto de la ciudadanía.
Asimismo, supone aceptar la existencia de una ciudadanía fragmentada
que expresa las grandes desigualdades del ingreso y el acceso
diferenciado a los bienes y servicios básicos. Una realidad en la
que los derechos son plenamente ejercidos sólo por algunos
ciudadanos, mientras que un amplio conjunto dela población vive en
condiciones precarias y para acceder a los mismos debe crear
organizaciones y movimientos sociales con capacidad de transformar no
sólo el espacio urbano sino la institucionalidad del aparato
gubernamental y la misma vida social.
Por ello, en años recientes, han surgido nuevos y
originales movimientos sociales en varias ciudades de la región,
particularmente de Brasil, los cuales reivindican a través de
diferentes formas de lucha y negociación el derecho a la ciudad. Se
trata de movimientos que apelan a que una parte del excedente, que se
genera principalmente a partir de las actividades inmobiliarias, sea
redistribuido en zonas populares de la ciudad que requieren de
inversión pública para mejorar su calidad de vida. Cuando estos
movimientos logran su objetivo alteran sustancialmente las
condiciones de desigualdad urbana que caracteriza a nuestras ciudades
y avanzan sustancialmente en el ejercicio del derecho a la ciudad.
Alicia
Ziccardi