Sobre movimientos sociales y poder electoral. Notas optimistas desde el 2020

El mapa político resultado de las Elecciones europeas refleja el definitivo colapso del modelo bipartidista español y, lógicamente, del régimen que sustenta. Pero esta última parte de la afirmación ha de ratificarse en las próximas elecciones municipales, donde quedarían definidas las correlaciones de fuerza reales. ¿Qué significa lo municipal hoy, en un país fuertemente urbanizado y con buena parte de sus consistorios totalmente endeudados y arruinados? ¿Qué séntido y contenido político se le puede dar? ¿Qué margen hay para lograr mayores cuotas de democracia y justicia?
Ya han pasado cinco años desde el 2015. Tiempo de hacer balance de la nueva configuración del tablero político en el Estado español. Tiempos marcados en el plano estatal por: una consolidación del municipalismo que va más allá de las urnas locales y propone una activación política desde barrios y pueblos; el surgimiento a partir de 2016 del movimiento “Toma las plazas y la economía” –que aunó tradiciones de mareas sindicales, de aquel 15M surgido en 2011 y propuestas de economías relocalizadas–; la quiebra del bipartidismo que no pudo gobernar en 2019, a pesar de las alianzas estables entre el PP y el PSOE; y la consolidación de Podemos como primera fuerza política y referente europeo de los partidos-ciudadanía. Todo ello se tradujo, además, en una mayoría legitimada social y electoralmente para iniciar el proceso constituyente que finalizará el próximo año.
Me propongo escribir una serie de notas que ayuden a comprender qué relaciones se transformaron y transformaron este escenario durante las últimas dos décadas. Evoluciones que fueron consecuencia de dos factores, fundamentalmente: del descontento mayoritario frente a las embestidas de la agenda neoliberal y delavance de una cultura política que apunta, en sus medios y en sus fines, a una radicalización de la democracia en terrenos sociales, económicos y de la crítica política.
¿Cuál ha sido el papel de los movimientos sociales en este proceso? Los movimientos proponen nuevas gramáticas –discursos, formas de hacer y organizarse– de protesta y de reproducir nuestro mundo. Son buenos, por así decirlo, innovando cuando, frente a un descontento mayúsculo, las herramientas para su superación están caducas y no llegan a la población, están cooptadas o son serviles a un status quo. A partir de aquí construyen escenarios y herramientas que visibilizan conflictos, ganan legitimidad entre públicos descontentos y proponen nuevas articulaciones con otros sectores afectados por injusticias que son “emparentables”.
“Lo llaman democracia y no lo es” fue el principio, que partió de las protestas antiglobalización y eclosionó en el 15M. Fueron necesarias urdimbres más lentas y subterráneas para llegar a sacudir las calles y el mundo laboral en el 2016. “Toma la plaza y la economía” ocupó espacios públicos para crear asambleas y dinamizar cooperativas locales. Pero también entró en centros de trabajo y en instituciones que favorecían la aplicación de la agenda neoliberal. Permitió ser muchos y muchas, a la par que estar articuladas, desde un sindicalismo reconstruido, un revisitado 15M y un movimiento vecinal reactivado. Amplió los niveles de conflicto de manera que los reyes maquiavélicos –élites, monarcas, gestores de la política autoritaria–) no pudieron persuadirnos de que iban vestidos, de que obraban “por nuestro bien”. La fusión, descentralizada y autónoma, de estas renovadas mareas, que eran reinventados 15Ms para, a su vez, reconstruir un nuevo sindicalismo, dió una potencia y un sostenimiento a los cambios operados en la parte más institucional del ciclo político.
Previamente, los años que van del 2000 hasta el 2014, particularmente, son destacables como un saludable entendimiento entre quienes reclamaban más derechos sociales y más protagonismo político. Los nuevos movimientos globales, desde su autonomía conquistada a finales de los 90, sirvieron de herramientas de indignación –conflictivas y atrayentes del descontento– a la vez que de vasos comunicantes –articuladoras– entre estrategias que iban en la misma dirección: el reforzamiento del municipalismo asambleario, la emergencia de Podemos como partido-ciudadanía capaz de arrastrar a otras formaciones hacia la radicalización democrática, la indisoluble relación entre la cuestión económica –enfocada a necesidades desde la sustentabilidad– y la cuestión social –participación, deliberación y realización de otras sociedades–.
Pero los movimientos sociales, siendo condición necesaria de toda transformación rupturista (son innovadores, su horizonte es ético o espiritual y por tanto inspirador y no reducible a tres o cuatro demandas), tienen sus límites para sostener cambios profundos en el tiempo. Con excepciones, como el movimiento campesino actualmente o las sociedades alternativas desplegadas por el movimiento obrero entre el XIX y el primer tercio del siglo XX, su actitud conflictiva les lleva a tener dificultades para afianzar procesos amplios –que pasen de necesidades sentidas a necesidades generales– y largos –que instalen otra cultura, otras instituciones– de manera que sean referencia deseable para la ciudadanía, más allá de minorías muy politizadas y activas. El miedo al cambio –aferrándose a retener migajas o beneficios decrecientes– y la demonización del “enemigo populista” –presentados como portadores de utopías monstruosas e irrealizables– son la baza psicológica primordial que siempre juegan los de arriba para defenderse. Se trata de convencer a los de abajo de lo benigno de seguir confiándoles el poder, la capacidad de decidir y de hacer política desde su dominación: los ideales y las necesidades de los dominados son posibles y “concuerdan” con los planes y valores de las élites autoritarias. Y si no son “convencidos”, entonces sí, entrarían en juego, con redobladas fuerzas, otras dinámicas como: el aislamiento social –estás fuera del “sistema”–, la sanción –el cambio no es “rentable”– o la represión –aniquilando o cortocircuitando la capacidad autónoma de acción, relación y empoderamiento de las personas críticas y descontentas–.
Por otro lado, las instituciones son parcas en la creación de conflicto, ya que en dicho juego las cartas están marcadas por la banca, la deuda o los grandes medios de comunicación. Aparte apoyan, a través de las elecciones y políticas encasilladas –según modelos de desarrollo convencional, en gastos presupuestarios por partidas, atendiendo a reformas sólo “reformistas”– dinámicas de competencia y sectorización de demandas, en lugar de auspiciar paraguas de procesos de cambio global que vienen desde abajo. A lo que hay que añadir la menor capilaridad y la menor vitalidad –creatividad, intervención en lo político o más cotidiano– que presentan los movimientos sociales.
Pero entre el 2015 y el 2019 se lograron dos cosas importantes. Primero, congeniar poder electoral próximo –urnas municipales– y poder social –movimentista– para lanzar un órdago al poder electoral estatal –urnas generales– como antesala de la construcción de otro poder político –nuevas agendas desde nuevas instituciones–. Las candidaturas municipales se transformaron, en sí mismas, en ejercicios de participación y de pedagogía política crítica, a través de diversas iniciativas electorales abiertas, que relegaron a un segundo plano los liderazgos mediáticos, la construcción desde siglas pre-existentes y la idea de sustituir los votos por la construcción de otras sociedades.
Y segundo, desde el punto de vista programático, las apuestas por una democracia participativa –abrir instituciones, derechos sociales, economías endógenas y sustentables, declaración de la ilegitimidad de las deudas impuestas– partieron de un apoyo y una inclusión reales hacia las iniciativas de democracia radical –gestión directa de recursos públicos, deliberación en plazas y centros de trabajo, relocalización de economías, potenciación de redes de cuidados más cotidianos–.
Así, capilaridad y vitalidad se unieron desde el protagonismo social. Empoderamiento social a través de la experimentación de otras sociedades y de una población activa en diversas mareas políticas, decidiendo no sólo cada cuatro años, si no cada cuatro horas –directa o delegadamente, pero eligiendolo en cada momento–. Se produjo, pues, un empoderamiento convivencial –sociedades “paralelas”–, base del poder social –crítica en la calle–, que utilizó el poder electoral –urnas– para modificar el poder político –intervención institucional en bienes comunes y necesidades generales–.
La rebeldía permitió el encuentro de reformas rupturistas y revoluciones constructivas. Y desafiantes: se desplazó, y no sólo se incomodó, al poder político. El protagonismo social y la urgencia de abrir fisuras en la agenda neoliberal estuvo en el centro –no en los laterales– de una diversidad de actores, intereses y culturas políticas que operaron de forma autónoma y articulada.