Son muchas, muchísimas, las percepciones que me acercan a lo que defiende Octavio Alberola en las páginas de este libro. Una de ellas, la primera, es el designio de otorgar un relieve mucho mayor a la conducta de las gentes que a la doctrina que abrazan. “Cumplir rituales y ponerse nombres diferentes a los comunes, leer libros de autores anarquistas, asistir de manera rutinaria a las reuniones y mítines anarquistas, y pretenderse anarquista no es la prueba de serlo”, afirma con inapelable razón su autor.
Una segunda la configura la búsqueda de la heterodoxia frente a los dogmas y las verdades reveladas, una búsqueda que Alberola asumió –conviene subrayarlo- antes de 1968 y que se hizo valer ante todo de la mano de la acción, como lo demuestra su actitud durante los largos años de exilio, y de cárcel, frente a la “tranquilidad militante” –reproduzco las palabras de Alberola- de una parte del propio movimiento libertario.
En un plano próximo, y en tercer lugar, varios de los textos incluidos en estas páginas revelan la urgencia de combinar con sabiduría la memoria y el presente, sin arrinconar ni la una ni el otro.