Son muchas, muchísimas, las percepciones que me acercan a lo que defiende Octavio Alberola en las páginas de este libro. Una de ellas, la primera, es el designio de otorgar un relieve mucho mayor a la conducta de las gentes que a la doctrina que abrazan. “Cumplir rituales y ponerse nombres diferentes a los comunes, leer libros de autores anarquistas, asistir de manera rutinaria a las reuniones y mítines anarquistas, y pretenderse anarquista no es la prueba de serlo”, afirma con inapelable razón su autor.

Una segunda la configura la búsqueda de la heterodoxia frente a los dogmas y las verdades reveladas, una búsqueda que Alberola asumió –conviene subrayarlo- antes de 1968 y que se hizo valer ante todo de la mano de la acción, como lo demuestra su actitud durante los largos años de exilio, y de cárcel, frente a la “tranquilidad militante” –reproduzco las palabras de Alberola- de una parte del propio movimiento libertario.

En un plano próximo, y en tercer lugar, varios de los textos incluidos en estas páginas revelan la urgencia de combinar con sabiduría la memoria y el presente, sin arrinconar ni la una ni el otro.

Daré un salto, el cuarto, e identificaré una voluntad expresa de apertura, no sectaria, a otras corrientes de pensamiento y acción. Detrás de esa apertura es fácil identificar el deseo de encontrar fórmulas que nos permitan huir de la integración en el sistema y de repensar al tiempo lo que significa una violencia revolucionaria que se antoja inevitable, siquiera sólo sea como mecanismo vital de autodefensa, en un escenario como el del colapso que se avecina.

Me permito agregar, en un quinto y último escalón, que aprecio en este libro, y en la vida toda de Octavio Alberola, el firme propósito de formular las preguntas importantes, y de rehuir, de resultas, las nimias, siempre desde la conciencia de las limitaciones ingentes de lo que hacemos y, a menudo, de su falta de atractivo.

Y es que salta a la vista que lo que llevamos dentro de la cabeza suele trabar nuestro deseo de emanciparnos y, con él, nuestro talento para hacerlo.

Creo que Octavio Alberola no me desmentirá si me permito afirmar, por añadidura, que, para él como para mí, es harto frecuente que los anarquistas más cabales sean, acaso, aquellos que no saben que lo son. Muchas veces me he enfrentado, al respecto, con una pregunta que mal que bien planteaba las enormes limitaciones que, en la historia, y sobre el papel, ha exhibido la aplicación de la propuesta libertaria.

El preguntante aducía, al cabo, que ésta sólo había despuntado en momentos muy precisos y durante períodos muy breves: los soviets en las revoluciones rusas del XX, los consejos obreros en Alemania, en Italia o en Hungría, las colectivizaciones durante la guerra civil española… Siempre he respondido que creía firmemente que no es así: la mayor parte de las sociedades humanas, durante la mayor parte del tiempo que han cubierto, se ha articulado desde el horizonte de la autoorganización, de la autogestión, de la democracia y la acción directas, y del apoyo mutuo. Y ello hasta el punto de que, con un poco de provocación, me atreveré a afirmar que lo que resulta excepcional es el mundo del capital, del Estado y del patriarcado.

Desde esta perspectiva, anarquistas ha habido muchos, y a buen seguro que los seguirá habiendo en el futuro, sin necesidad de haber leído a Bakunin, a Kropotkin y a Malatesta. En las páginas finales de este libro hay un argumento que, por razones obvias, me resulta singularmente atractivo y pertinente. Me refiero a la crítica, urgentísima, del progreso y de sus aditamentos tecnocientíficos, también la del consumo y las ilusiones que lo acompañan, una crítica ejercida desde una conciencia precisa: la de la necesidad acuciante de desmercantilizar todas las relaciones. En la trastienda despunta la conciencia de que el capitalismo global camina a marchas forzadas hacia un colapso que en buena ley debería obligarnos a pulsar los frenos de emergencia de los que hablaba Walter Benjamin.

He sostenido muchas veces que si la propuesta libertaria se justifica históricamente por sí sola, cada momento aporta en su provecho unos u otros estímulos adicionales. Y el del colapso se me antoja singularmente serio y concluyente. Creo firmemente que, si la razón acompaña en algún grado a la especie humana, la única respuesta convincente frente a aquél llega de la mano, precisamente, de la defensa de la autoorganización, la democracia directa y la solidaridad.

Aunque es probable que una sociedad de corte libertario intente abrirse paso, espontánea e inercialmente, en la era poscolapsista, malo sería que, sobre la base de esa certeza, renunciásemos a las luchas de hoy, que unas veces asumen la forma de un esfuerzo de autogestión y socialización de lo público, y otras la de la creación de espacios autónomos autogestionados, desmercantilizados y, ojalá, despatriarcalizados. En un intento de fundir lo viejo con lo nuevo, hace no mucho le respondí a un periodista que, a mi entender, los libertarios teníamos que buscar la confluencia con quienes creen en la autogestión, y la practican, y con quienes, al tiempo, son conscientes de los retos que se derivan del colapso que se aproxima. Octavio Alberola me parece, en este orden de cosas, y acabo, un muy buen nexo ente generaciones.

El legítimo interés que le ha otorgado de siempre al debate de ideas no puede ocultar, sin embargo, el atractivo de su peripecia personal, con paradas tan relevantes como las que nos hablan de la lucha antifranquista, de la “democracia” y sus miserias, de la quiebra del mito soviético, de la farsa de la globalización y, claro, del colapso que viene.

Con un ojo, en todo momento, en España y otro –no lo olvidemos- en América latina. Esa peripecia personal resulta tan sugerente que por momentos el relato autobiográfico que se incluye en estas páginas me ha sabido a poco. Quede, en cualquier caso, el ejemplo de Octavio Alberola en lo que respecta a la voluntad, nunca doblegada, de repensar la anarquía en confrontación con el capital y el Estado.

Carlos Taibo, noviembre de 2016

 

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