rafaelcid“No se milita en los partidos, se milita en los medios”
(Pablo Iglesias)

Hay algo de fin de época en esa bulimia de la clase política hacia los late show (chanza y conversación) televisivos por la cual los dirigentes de los partidos devienen en celebrities. Emergentes e institucionales practican idéntica devoción. Convencidos de que el jibarismo cultural de los tiempos que corren exige semejante transformismo. Lo afirmaba con su habitual grandilocuencia el secretario general de Podemos, Pablo Iglesias: “no se milita en los partidos, se milita en los medios”.

Lo cual quiere decir que la estructura-partido ya no es condición sine qua nom para existir políticamente. Lo que importa es ser popular, el carisma de todo a cien. Estar presente todos los días y cuanto más veces mejor en los hogares, en una sociedad tan mediatizada que hace de cada televidente un potencial cliente electoral, exista o no conciencia política. Los ejemplos premonitorios de Jesús Gil en España y de Berlusconi en Italia son una referencia inapelable. Un hombre es un voto, pero una boina también. Con perdón.

Y eso, que parece una simple aplicación técnica a la política realmente existente, entraña una mutación democrática de calado. De un lado, el partido ya no mueve molino, razón por la cual queda reducido (más que nunca) a un simple ornato de los dirigentes, oficiando de mero simulacro esas señas de identidad que antes prefiguraban su capital político, saber hacer. Lo que se concreta, por otro lado, en un constructo interno meramente simbólico, con primarias placebas carentes de sustrato democrático, y, además, incurso en la vertiginosa disipación del legado histórico. Ideológicamente ya importa poco de dónde vienes a dónde vas, lo trascendente es la radiante visibilidad que el figurante de turno transmita urbe et orbe. Ser famoso es la condición previa para “triunfar” en política.

Eso lo sabían perfectamente los dirigentes del PSOE que en la era felipista abrieron el negocio de la televisión a las cadenas privadas como un signo de necesaria modernidad y pluralidad cultural. Porque, al mismo tiempo, eran perfectamente conscientes de que solo a través del calabobo de la pequeña pantalla un partido percibido como de izquierdas podría abrirse camino en la inmensidad interclasista de una sociedad tan conservadora, tradicional y meapilas como la española de los primeros años de la transición. De suyo, “la posición franquista” ya se había topado con el fiasco de ser estrepitosamente derrotada en las primeras elecciones multipartidistas a manos de los herederos de la dictadura. Esa misma lección la repitió el zapaterismo cuando “liberalizó” todo el sector, anulando topes de participación accionarial extranjera y clausulas antifusión, revirtiendo la excusa antimonopolio que justificó su aparición, al tiempo que sometía a la televisión pública a una purga de adelgazamiento laboral, financiero y publicitario con la coartada progresista que permitió aquel informe del Comité de Sabios (pobre Emilio Lledó, pillado en esa treta).

Esto mismo explica que el actual hundimiento del centro-izquierda político vaya unido al desfallecimiento sin remisión de los medios afines que le daban soporte y altavoz como intelectuales orgánicos. El caso más espectacular es el del diario El País, que de ser el faro de Alejandría que marcaba la hoja de ruta del sistema, quitando y poniendo gobiernos, dando y retirando avales de demócratas, ha pasado a un solipsismo casi irrelevante. Hasta el punto de que el gobierno de Mariano Rajoy se puede permitir el hasta hace poco inaudito atrevimiento de ningunearlo (desoyendo tres editoriales que pedían el rescate-país; dejándole sin ninguna emisora de TDT en el último concurso o ignorando olímpicamente su demanda de intervención militar en Siria contra ISIS).

En la actualidad la prensa no influye en la sociedad y es la televisión y sus programas más populistas quienes socializan la conciencia político-electoral de las buenas gentes. Una cultura del rosa al amarillo que impide el pensamiento, ni débil ni único, dejando las opciones ideológicas y la coherencia programática en el desván de la memoria. Por eso los políticos con aspiraciones tienen sobre todo que intentar ser famosos a cualquier precio. Y la fragua donde se templan esas nuevas legitimidades son los programas que les permiten mostrarse con transparente vulgaridad (de vulgo), ya sea bailando; conduciendo cars; subiéndose a un globo; jugando al pimpón; cantando con la guitarra; radiando un partido de fútbol o abriendo la casa a las cámaras amigas para mostrar que en su nevera también hay yogures caducados. Como cualquier hijo de vecino. La empatía se logra en la mismidad virtual entre representante y representado. Aunque ese mismo troquel inaugura la etapa de mayor desigualdad entre dirigentes y dirigidos de nuestra historia política.

Porque el nuevo agit-prop recupera una suerte de panóptico posmodernista al rehabilitar a los medios de hipnotización de masas, que son por derecho propio las terminales del sistema. De hecho, la concupiscencia medios-políticos tiene rentabilidades endogámicas en ambos extremos de su ayuntamiento: la legitimización de los políticos a través medios conlleva la legitimación de los medios por los políticos. Un círculo vicioso difícil de romper porque cuenta con el enorme valor añadido de presentarse como un elemento sustancial de sociabilidad que descansa sobre la rotunda aceptación de la mayoría de la población que la “disfruta” a cada instante gratis et amore (la media de consumo de televisión es de 239 minutos por persona y día).

Poner freno a esta deriva supone incubar una suerte de “guerra civil doméstica”, el eterno dilema de tirar el agua sucia sin expulsar al mismo tiempo al niño que va dentro del cubo. El siempre indispensable 15-M entendió que esa era una opción necesaria, y de ahí su ilusionante recreación de la polis en el siglo XXI siempre conllevó un elemento de desconexión de ese cordón umbilical. Entonces la deslegitimación de la vieja política iba unida a la deslegitimación mediática. De ahí el afán de democracia directa, de proximidad, frente a la intermediación virtual, el famoseo y la falsa representación política. Con su legandaria agudeza, Jorge Luis Borges ya propuso que “los políticos fueran personajes secretos”.

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