Carlos Taibo“La negativa a aceptar la posibilidad de un referendo ha dado a las fuerzas soberanistas la potestad de establecer las reglas del juego”

¿Cómo ves el debate soberanista en Cataluña?

Bien está que hables, antes que nada, de debate soberanista, porque lo común en los medios de incomunicación de ámbito estatal es que se refieran a la amenaza o al desafío soberanistas. Aunque el debate en cuestión reclama de herramientas conceptuales, y de conductas humanas, que no me son próximas, tengo que señalar que creo en el principio de libre determinación, y que creo en él porque me resultaría muy difícil defender lo contrario: como quiera que las instituciones no son sagradas, es de razón establecer mecanismos que otorguen a sus habitantes la capacidad de decidir sobre la inserción de la comunidad política en la que viven.

Y ese principio viene a cuento en la Cataluña de estas horas en virtud de dos razones precisas. La primera es el hecho de que hay una clara mayoría de catalanes que, independentistas o no, desean se les consulte sobre la inserción en cuestión. La segunda la aporta la intuición de que una buena parte –no sé si mayoritaria o no- de la sociedad catalana está por la independencia. Las cosas como fueren, debo subrayar que un referendo de autodeterminación puede dar pie, sí, a un proceso de independencia, de la misma forma que puede ratificar el estado de cosas hoy existente o generar otros horizontes. En este escenario entiendo que mi deber es defender el derecho de los catalanes, o de quienes fueren, a decidir su futuro, desde el respeto que merecen todas las opciones resultantes.

Y, ¿no crees que en relación con el futuro de Cataluña deberían votar, en un imaginable referendo, todos los ciudadanos españoles?

No conozco ningún referendo de autodeterminación en el que haya sido convocado a las urnas el conjunto de la población del Estado afectado. En Quebec han votado los habitantes de Quebec, y en Escocia los escoceses. Pero debo subrayar que el establishment político español, visiblemente hostil a la lógica de la autodeterminación, ni siquiera ampara un referendo en el que pudiesen votar, en efecto, todos los españoles. Sospecho que, sin más, tiene un miedo cerril a que se haga evidente que hay una mayoría de catalanes decidida a abandonar España.

¿Eres partidario de una Cataluña independiente?

Defiendo –ya lo he dicho- el derecho de los catalanes a decidir su futuro. Me parecerá respetable su opción, en el sentido que fuere, siempre y cuando no implique, claro, políticas agresivas y violaciones de derechos.

Otorgar un carácter plebiscitario a unas elecciones autonómicas, ¿no es una forma de trucar el ejercicio de la autodeterminación?

Es, en efecto, una forma retorcida, y poco afortunada, de permitir ese ejercicio. Pero entiendo que la mayor responsabilidad al respecto le toca a quien en su momento prohibió, con todos los resortes a su alcance, la celebración de un referendo en condiciones. Tiene gracia que quienes han desplegado esa prohibición se quejen ahora de los dobleces que nacen de un uso plebiscitario de unas elecciones ordinarias. En este orden de cosas, y por cierto, tiene gracia también el omnipresente argumento que señala que lo primero es respetar las leyes. Lo digo porque la mayoría de quienes se acogen a él señalan, sí, que hay que respetarlas, al tiempo que ocultan que no están dispuestos a cambiarlas para que se reconozca un derecho democrático. En esas condiciones me parece que la desobediencia civil es un cauce insorteable de respuesta.

Diré también que, desde mi punto de vista, la estupidez del establishment político español ha colocado a éste en una situación delicada. Si hubiese asumido tiempo atrás, como lo hizo el gobierno británico, la celebración de un referendo en Cataluña, me parece probable que la causa unionista –la causa defendida por ese establishment– hubiese salido bien parada y la opción independentista hubiese quedado en minoría. Pero la negativa a aceptar la posibilidad de ese referendo ha colocado en manos de las fuerzas soberanistas la potestad de establecer reglas del juego –así, las relativas a porcentajes de escaños o de votos- que no han sido objeto de una previa negociación y que, llegado el caso, pueden no ser razonables. No sólo eso: ha hecho que muchos catalanes inicialmente no independentistas cambien progresivamente de opinión.

¿Son creíbles los pronósticos que anuncian catástrofes encadenadas en el caso de abrirse camino la independencia de Cataluña?

Depende, claro, de la forma, negociada o traumática, que asuma el proceso correspondiente. A la luz de lo ocurrido en otros escenarios tengo, con todo, la impresión de que las catástrofes que se anuncian no serían tales. En cualquier caso, me parece lamentable el argumento que, dando por resuelta desde el principio la cuestión, afirma que esas eventuales catástrofes son suficientes para cancelar, con los instrumentos que sean, el proceso soberanista. ¿Qué dirían de mí si yo afirmase que la inferencia de que un nuevo triunfo electoral del Partido Popular en España sería una catástrofe –algo de lo que no me cabe duda- me invitase a sugerir que deben cancelarse las elecciones?

Por lo demás, estoy obligado a subrayar que en los últimos meses portavoces significados del gobierno español han realizado declaraciones insólitas en las cuales se hacen valer de manera lamentable los adverbios siempre jamás. El ministro del Interior español se ha permitido afirmar que Cataluña será siempre España o que la guardia civil jamás dejará el País Vasco. Creía uno que en un país democrático –y España presume de serlo- la determinación de una cosa y de la otra debe quedar en manos de la libre voluntad de los ciudadanos. Pero ahí están, para desmentirlo, estos nacionalistas esencialistas, los españoles, que estiman que hay realidades intocables que escapan al escrutinio democrático. Es curioso que los mismos líderes de opinión que identifican, a menudo con argumentos respetables, un sinfín de aberraciones en el discurso del soberanismo catalán cierren los ojos ante las manipulaciones constantes a las que se ha entregado el nacionalismo de Estado español, que al parecer no existe. Si Junts pel Sí quiere arrasar en las urnas lo mejor que puede hacer es desconectar la emisión del TV3 y colocar en su lugar la de Telemadrid: me temo que a muchos catalanes indecisos se les despejaría el panorama. Cómo serán las cosas que el señor Albiol, el increíble candidato del PP a la presidencia de la Generalitat, parece moderado y tolerante ante la jauría de la derecha ultramontana que se revela en la mayoría de las tertulias radiofónicas y televisivas en Madrid. Los que dividen, en cualquier caso, son siempre los demás: nunca somos nosotros.

Me siento tentado de agregar que al ascendiente inapelable del nacionalismo español no escapan tampoco quienes se adhieren al vacuo discurso que invoca las bondades de la globalización y del cosmopolitismo: qué fácil, y qué equívoco, es adherirse a una y otro cuando se vive cómodamente instalado en la lógica de un Estado-nación que no es objeto de cuestionamiento alguno.

El proceso soberanista, ¿no es el producto del capricho interesado de Artur Mas y de la burguesía catalana que éste encabeza políticamente?

Creo que es un grave, y desafortunado, error reducir ese proceso a la condición de una persona o, en su caso, de un grupo humano. Hay muchos catalanes que, ilusionados con el proceso en cuestión, ni simpatizan con Mas ni tienen relación alguna con unos u otros segmentos de la burguesía local. ¿Sería razonable reprocharle a Izquierda Unida, o a Podemos, que colabora con la burguesía española sobre la base, en exclusiva, de la constancia de que acepta, como esa burguesía, la existencia de una España independiente? Pero, y por lo demás, la certificación de que una parte de la burguesía catalana respalda la opción soberanista debe completarse con la de que, del otro lado de la trinchera, la burguesía española, que no es precisamente edificante, ha puesto en marcha toda su maquinaria para frenar una imaginable independencia de Cataluña. Basta con echar una ojeada a las declaraciones de los responsables de los grandes bancos y de las grandes empresas, o al tono de las tomas de posición de los medios de incomunicación. La histeria que el diario humorístico El País muestra en estas horas da para un libro.

¿No te parece problemático que Mas sea principal figura visible en Junts pel Sí?

Lo es, en efecto, y ello aun cuando hay que entender que una buena parte del soberanismo catalán, acuciado por la necesidad de buscar mayorías, se ha inclinado por generar una suerte de ambiciosa gran coalición. La operación es, sin duda, delicada, por cuanto puede echar atrás a muchas personas que, con lógica, consideran indigno votar a una lista en la que Mas desempeña un papel principal. Pero tengo que volver a la carga con un argumento anterior: las miserias que rodean a las elecciones del 27 de septiembre son en buena medida consecuencia de la cerrazón de los gobernantes españoles en lo que respecta a la organización de un referendo en condiciones. Esto al margen, quienes estiman que el debate soberanista plantea una discusión importante en cuanto a la naturaleza de las herramientas económicas y sociales en la Cataluña del futuro nos están diciendo, al amparo de un argumento que es tan comprensible como discutible, que la prioridad de hoy es la consecución de una independencia que airee ese futuro. Y, en ese sentido, y si aceptamos esas tesis, habría que situar las elecciones del 27 en un marco mucho más general en el que el relieve de la presencia o ausencia de Mas sería inequívocamente menor.

¿Qué crees que ocurrirá en caso de que las opciones soberanistas dispongan de una mayoría parlamentaria en Cataluña que les permita sacar adelante una declaración unilateral de independencia?

Francamente no lo sé. A título provisional me parece que el grueso del establishment político español ha tirado la toalla. Eso es al menos lo que parecen indicar las declaraciones del tipo “si Cataluña se declara independiente quedará fuera de la UE”, que suponen, al menos en una primera lectura, una aceptación de facto de la realidad de la independencia. Supongo que en la trastienda lo que se barrunta es la conclusión de que medidas represivas drásticas –desde la suspensión del estatuto de autonomía hasta sacar los tanques a las calles, pasando por el encausamiento de responsables políticos- serían difícilmente presentables en la Unión Europea y suscitarían una más que probable oleada de simpatía por la Cataluña independiente. Pero nada puedo afirmar a ciencia cierta.

La otra posibilidad es que se abra camino una negociación que implique, por ejemplo, la organización del referendo que se rechazó en 2014 o que acarree la asunción, por las autoridades españolas, de determinadas concesiones en provecho de Cataluña. En mi lectura de estas horas este último horizonte, que implicaría que Cataluña seguiría formando parte del Estado español, sería difícilmente defendible a los ojos de muchos de quienes apoyan el proceso soberanista.

No sé qué encaje tiene en este escenario una propuesta que, como la que plantea el PSOE, sugiere la configuración de un Estado federal en España. Si, por un lado, apenas cambiaría la realidad presente –lo cual hace que esa propuesta sea difícilmente atractiva para las posiciones soberanistas, en Cataluña y en otros lugares-, por el otro entiendo que sólo es razonable si se asienta en un previo reconocimiento del derecho de autodeterminación de las partes integrantes de ese Estado federal, algo que el Partido Socialista, sin embargo, no parece contemplar.

¿Qué piensas de la posición de Podemos en relación con lo que aquí nos ocupa?

Cuando el proceso soberanista tiene ya un recorrido largo, y cuando las autoridades españolas han dejado clara su posición en relación con el derecho de autodeterminación, Podemos parece demandar una operación de marcha atrás que se asienta en la intuición de que una nueva mayoría gubernamental -¿cuál?- en Madrid asumiría en el futuro -¿cuándo?- la organización de un referendo en Cataluña y, por añadidura, y de la mano de venturosas políticas, ganaría para la causa española a muchos catalanes que hoy coquetean con el independentismo. Si a ello agregamos las dosis preceptivas de lerrouxismo, con la invocación de eventuales solidaridades entre las clases obreras de un lado y del otro, en el marco de un discurso que en los hechos aparca la cuestión nacional, tendremos un panorama general que explica por qué, en relación con Cataluña, Podemos es en estas horas un balón de oxígeno para el establishment político español. En la trastienda intuyo que se hace valer una paradoja: como quiera que Podemos sólo parece interesado en alterar las reglas del régimen español –no le interesa en modo alguno el sistema articulado en torno al capitalismo, la sociedad patriarcal, la crisis ecológica o el colapso-, al final no faltan las personas que estiman que sus propuestas en relación con la necesidad de acabar con el régimen de la transición son bastante inocuas en comparación con el proyecto que surge del soberanismo catalán.

Pero, ¿te parece mal que Podemos defienda que Cataluña siga formando parte de España?

En modo alguno. Me parece que es una opción respetable. Faltaría más. Ya he señalado que un referendo debería amparar la posibilidad de adherirse a horizontes que impliquen la secesión y a otros que acarreen el mantenimiento, con los cambios que queramos, de la situación hoy existente. En ese referendo tendrían también la posibilidad de expresarse, y no pienso ahora en Podemos, quienes estiman que la independencia de Cataluña sería esa catástrofe por la que antes me has preguntado.

Eres un libertario. ¿Cómo ven los libertarios el proceso catalán?

Hablo en exclusiva por mí mismo, en la medida en que no represento a nadie. En realidad me cuesta trabajo representarme a mí mismo. Antes que nada debo subrayar que en el mundo libertario la cuestión nacional ha suscitado de siempre visiones enfrentadas. Aunque la mayoría de las posiciones entienden que naciones y nacionalismos son artilugios creados para apuntalar los intereses de las burguesías nacionales correspondientes, hay quienes –es el caso de Bakunin, por rescatar un ejemplo- de siempre han considerado que no pueden menospreciarse en modo alguno las luchas de liberación nacional.

Hace unos meses cayó en mis manos un artículo, publicado en una revista anarcosindicalista, que subrayaba que los anarquistas españoles de antes de 1936 no eran independentistas. El argumento me produjo incomodidad: creo que los anarquistas son, por definición, independentistas, en la medida en que preconizan una radical descentralización del poder, hasta la desaparición de éste. Bien es verdad que su independentismo no se vincula con la institución Estado, sino con la práctica de la autogestión y de la autonomía. Por otra parte, espero que esos anarquistas a los que se refería el artículo en cuestión asumiesen, más allá de una crítica consecuente de las miserias de las clases pudientes en Cataluña, una contestación franca de lo que suponía, y supone, el nacionalismo de Estado español, porque de lo contrario su actitud más bien parecería de colaboración, por activa o por pasiva, con los poderes estatuidos. En cualquier caso, mi posición es la misma que la que postuló buena parte del movimiento libertario catalán con ocasión del fallido referendo de noviembre de 2014: rechazamos la irrupción de un Estado catalán pero defendemos sin cautelas la independencia de Cataluña. Y la de cada de una de las partes que integran esta última.

 

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